martes, 25 de noviembre de 2008

ENSAYO SOBRE LA UNIDAD Y EL TODO



1.- EL CENTRO Y EL PRINCIPIO

En la escuela de Mileto se acuciaba la búsqueda del “principio último”; porque, ahí, estaría la causa “eterna” de lo material. Por su parte, Parménides de Elea sostuvo que el ser es eterno, uno, continuo e inmóvil; pero algo material, algo derivado o propio de la naturaleza.
Sin embargo, Platón fundamentó lo existente en Ideas luminosas que, activadas como arquetipos sobre o en la naturaleza, pueden ser alcanzadas por el intelecto o por la razón.
Entonces, en ese sentido o ante esos prejuicios, prevaleció la tozuda polémica del monismo: la existencia de una sola sustancia (la de la materia o la del espíritu).
La filosofía plotiniana se dirigía hacia el Uno; consistente en la unión de las almas con Dios –ejerciendo, así, como núcleo de todas las cosas-. Por otra parte, para Spinoza es Dios el centro y la única conformación que, con sus atributos de “pensamiento” y “extensión”, se manifiesta.

Bien, al hilo, tras esas posiciones “esencialistas” -influidas por la creencia-, Aristarco irrumpió con el sistema heliocéntrico del mundo; Homero y Hesíodo dieron una antropomorfología a los dioses ya como representantes directos del destino del ser humano; aún más, acercándonos a nuestro tiempo, lo característico del pensamiento de Pascal se "fijaba" en el antropocentrismo –su creencia de que el ser humano se adecuaba a algo especial, a lo sutil divinizado, a lo más frágil con capacidad de “sentirse”- (1).
La cuestión indefectible, pues, se aunaba en eso, en tal "obsesión": en la búsqueda de un origen, de un foco o llama que ilumina lo que existe, de una sola ontogenia de la cual todo depende, o sea, que cualquier cosa es emulativa o emulada a partir de ella o que es dirigida por ella.

De hecho, el equilibrio -lo que es o lo que conduce a que lo sea- significa repartición del centro, des-concentración, desaparición o tendencia a la desaparición del centro.
El equilibrio, con claridad, de un contexto cualquiera supone, sí, la compensación por obligado de los entornos, de los extremos, para que sea posible -en realidad- la orientación del equilibrio como tal, el autotelismo inevitable de lo que ha de ser el equilibrio (2), la proporcionalidad.

Entonces algo sigue -se deja equilibrar, "se proporciona" con respecto a "su situación"- a un orden, al orden ése de su contexto existencial por lo que, así, “su todo” le corresponde, circula funcionalmente eximido de su inercia y vinculado, a su vez, a unas interacciones características de “su contexto”.
Por supuesto, algo actúa análogo a “su contexto”: por una analogía de atribución, por una analogía de proporción y, además, por otra de proporcionalidad. Basado, claro, en “su consistencia directa”; algo es análogo al equilibrio que le pertenece, que depara “su contexto”, por lo cual es correspondencia y, asimismo, ocupación de “su funcionalidad”.

Así pues, el centro tiende –es proclive- a dispersarse o a repartirse en lo complejo (se extiende), en lo continuado. El centro, sin duda, no puede ser activo aisladamente, sino que ha de ser inherentemente fluctuación, en homogeneidad hacia los extremos (lo contrario de reducirse a su centro imaginario o intencionado o de inducirse a lo alejado). Digamos que, cada principio en “circunspección” –en interacción mejor-, es lo apriorístico, es decir, lo más directo a su continuidad o las interacciones más próximas o directas.

Por lo tanto, frente a la Teoría del Caos que determina un todo interaccionando sin más, habría que considerar las siguientes contradicciones: Decir que todo está interconectado con todo sería decir -de modo arriesgado o simplista- que todo está interaccionado con todo directamente, homogéneamente, y no es así; desde luego, porque ese todo -de esa teoría- como supuesto concepto generalizado no presenta una base racional al, por evidencia, carecer directamente de “su contexto” o de una delimitación – y la razón, tal instrumento, es en esencia un delimitar-. Así es, la teoría, para que fuese suficientemente racional, tendría que estar delimitada, o sea, delimitado el contexto del cual habla.
Despejando errores, no, no es que ello no sea posible, sino que no está, sí, en un presente al alcance racional o argumentativo; en otras palabras, que no posee los suficientes elementos de “probación”. Teniendo en cuenta que cualquier interacción puede y sólo puede ser decisiva en virtud de unas circunstancias, de las más directas, de “sus circunstancias directas” que, en efecto, luego desencadenarán otras (pero esas primeras, las que sean, serán las que conseguirán o no el que sean decisivas, antes que nada).

De manera que la utilización del “todo generalizado” conduce no a la pormenorización, no a la especificación o a lo que es racional, sino a lo inexpresable o a la confusión dado que, igualmente, podría hablarse del todo del todo vinculado a ciclos diversos, o del todo que integra elementos desconocidos o inexistentes, o del todo ése que contiene aquello que nunca la razón, en definitiva, puede manejar o disponer.
Por ello, es precisa racionalmente una contextuación; de modo que se hable del “todo de algo”, esto es, que -en verdad- se atribuya a algo que existe o que ya está interaccionando existencialmente.
Como ejemplo: existe el “todo de la Tierra” y, desde ahí, se reconoce “su equilibrio”, su interconexión contextual.

Sin restricción, en el contexto humano, también la sociedad adquiere “su funcionalidad de equilibrio” en la medida de que no se dirija nunca hacia una concentración.
De sobra saben algunos políticos qué significa esto, pues la concentración o la centralización de cualquier poder político o de medios de comunicación implicaría paulatinamente la extinción de un modelo o de la necesaria referencia común, o de una administración equitativa o de una información imparcial; también -lo que no debe quedar al margen-, la unificación o la acumulación de riquezas crearía, sin remedio, una servidumbre o una clara o evidente discriminación de los que carecen de recursos causada por los gobiernos o "sociedades" que eso defienden. Sobre todo porque, tales estereotipos administrativos o conformaciones de centralización, “ya conllevan” unas barreras de taxativas desigualdades, de realidades de desigualdad; y porque, incluso hipócritamente, atienden y atenderán –a pleno riesgo para todos- a una competitividad “injusta”: la que empuja o presiona desde los "sistemas" de los países más desarrollados (eso es, lo que hacen los que ahora poseen más armas lo harán los que luego, por tendencia de esa competitividad, posean más armas, o gastarán los recursos inútilmente por lograrlo).
Sin tapujos, la centralidad "ya" es injusta, eso es lo importante; pero lo fue antes, ¿cómo no?, cuando se hizo o se ideó por unos aventajados “mercantilistas” que tenían a favor la utilización de la mano de obra esclava y la protección del Estado, en cuanto que benefició -de una forma directa- a unos cuantos.
Y para mayor error, desde la centralidad, ahora, se pretende crear principios de justicia; bueno, pero beneficiarán esos siempre a los que la han montado o actúan "desde ella" para beneficiarse -lo reconozcan o no- prioritariamente, aunque por caridad o por “efectos colaterales” repercuta en algo a los demás. Quiero decir, lo central -y sus infraestructuras- beneficiará primero -en detrimento de una proporcionalidad- a los que están en él, a los que parten de ese centro.
Si es un aspecto cultural, la sobreprotección de líneas o de modas siempre daña muy gravemente al mismo libre hecho cultural.

Por ello, lo común, lo que sirve para todos -en el contexto total de los seres humanos- es, en efecto, lo des-centralizado: lo que se homogeniza, lo que de veras “se extiende” como justicia o como equilibrio común, sin exclusiones.
Sí, una política común remedia o "congenia" al mismo tiempo las necesidades personales y las sociales en tanto que dispensa –ofrece- los recursos al modo proporcional, eximiéndose de las crispaciones o de la “insolidaridad de fondo” que, en realidad, implica la formación de estructuras privilegiadas con un inexcusable pero inevitable sometimiento.
Sí, por supuesto, con el uso de los centros políticos o culturales, además, se imposibilitarían unas mismas “reglas de juego”, referencias comunes de trato o de convivencia válidas en la práctica para aquellos que no se encuentran en esos centros, por los que se ven obligados –para sobrevivir- a competir con ellos, a emigrar hacia ellos o, en definitiva, a desequilibrar una situación mundial mientras se comprueba que aumentan cada vez más las diferencias entre los “elegidos” por esos centros y los que inevitablemente se encuentran alejados -excluidos por sus normas constitucionales- de ellos.
Al igual que la centralización, cualquier tendencia elitista o sobreprotección-que no puede evitar el centralizar- desmejora una sociedad.

(1) Necesario sería aquí señalar la visión geocéntrica y teocéntrica de la Edad Media.
(2) Reflexiónese la correspondencia entre descompensación y desequilibrio, o entre desproporcionalidad y desequilibrio.





2.- EL TODO Y LAS PARTES

Existe una tendencia, al menos histórica o hermenéutica, que rescinde, con la totalización o con la nominación “totalizante", los aspectos de la percepción conceptual. En efecto, se extrapola la conciencia al patrimonio de los hechos y de sus concepciones, de los hechos enquistados en un contexto inamovible, unidireccional; por la consideración de que únicamente son hechos “totales” –decisivos- por ellos mismos, condicionantes únicos de sí mismos.
Se piensa –desde el positivismo de Wittgenstein-, no sin errores, que la conciencia sólo es una facultad lingüística o que los conceptos sólo comportan "terminaciones", y que éstos operan como categorías independientes desde un “arriba” o desde una "formación única" y no como partes que integran otras.

Así, las categorías se conciben como entelequias o entidades cerradas que "ostentan" o presentan plenitudes, círculos o estructuras totales; pero las categorías no son precisamente contextos, sino que se los atribuyen, aunque nunca se pueden atribuir, no, una en concreto, un todo sin ser al mismo tiempo parte, por lo que ésa no corresponde sólo a una totalidad atributiva, sino una canalización objetiva –que bien diferencia- a efectos de un fin, de algo que existe, de una categorización distributiva.
Por ejemplo, no se puede atribuir a un ser vivo nada sin antes o previamente distribuir los seres en vivos y en no vivos y, una vez ahí, todo conocimiento o todo efecto gnoseológico es posible.

Digamos que una relación de categorías depara un contexto y que cualquier ser, cualquier relación sujeto-objeto, ahí, se lo atribuye para que sea viable un conocimiento; así, se percata de sus caracteres afines o no a ese contexto (con ello se contrasta, se “compara” el ser desde su contexto).
Por lo tanto, no supone necesariamente una categoría un “círculo de relaciones”, pero varias categorías sí.
Vayamos al ejemplo anterior: los seres vivos no pueden sólo encerrarse en la categoría de “especie” que, por cierto, no expresa por sí sola nada (pues únicamente es inherente una categoría con respecto a otra) sino, además, en la de “género” para que se comprenda una y otra (es decir, eso favorece a la existencia una interacción). En cuanto a que -en error- un “círculo de relaciones” ya lo es todo y se caería, así, en el prejuicio predicho; o sea, un “círculo de relaciones” impuesto como una total generalidad no categorizaría –“caracterizaría”- nada y, en consecuencia, no formularía algún contexto. Se hablaría de... nada.

Por otra parte, frente a la categorización, está el concepto; esta unidad coherente de contenido alude, sin duda, a las categorías dentro de su contexto -o las que se adviertan-, y vinculándose a unas en particular para definir, resaltar, un aspecto u objeto, el cual se quiere ya diferenciar objetivamente de los demás –señalarlo “en sus pormenores” como existencia-.
Conceptuar, en suma, es diferenciar y, cuando se consigue el concepto “más diferenciador” de algo con respecto al resto de lo que existe, es no menos que objetivo (por ejemplo, “ser agua”); pero, la mayoría de ellos, son inherentes al mismo conocimiento primario: al interactivo orgánicamente, al instinto y a la intuición.
Todo ser vivo sabe –lo tiene “conceptuado”- con quien ha de procrear –no lo hará, pues, con una piedra-.

En el conocimiento intelectivo, el ser humano amplía sus conocimientos conceptuando aún más con el riesgo, también, de cometer errores al inventarse conceptos irreales y al no “advertir” suficientemente cualquier proceso cognoscitivo de esos que son más difíciles: los de otros contextos más amplios o ajenos a él.

Enfrente a estas aclaraciones siempre es muy necesario el retornar lo que podríamos llamar las “bases” de nuestros criterios o de nuestras ideas, las cuales luego se formalizan en conceptos; es decir, lo que son las categorías.
Como premisa, las más conocidas nos vienen de Aristóteles y de Kant. Pues bien, mientras Aristóteles propugnaba un cierto realismo con ellas –asentándolas de una forma estable, fija o doctrinaria-, Kant las apoyaba desde algo que trasciende –proceso que deriva desde un “a priori” con un “mandato categórico” permitiendo con el tiempo que las ideas trasciendan-.
Para uno son bases constatables en la realidad, que dicen realidad –no juzgan o no denotan afirmaciones o negaciones antes de ser aplicado un silogismo-, digamos que clasifican (las clases en Aristóteles a modo de predicación aristotélica son uniádicas distributivas); para otro, trascienden por medio de las "ideas" desde una esencialidad de idea –porque lo trascendental implica forzosamente esa orientación a partir de esa esencialidad-.

Sin embargo, las categorías sólo se rigen prescindiendo de cualquier principio, pues únicamente prevalecen con la misma “continuidad” de lo real; en efecto, no trasciende el concepto o la categoría siempre y “a secas”, sino con lo que ha producido o comportado se adapta a lo “nuevo” real, ya que un concepto puede desaparecer en un nuevo contexto o su interacción con otros en ese nuevo contexto determina otro –debido a la continuidad- y a atender, esto es, a otro que lo identifique.
Las categorías, en fin, no transmiten una esencialidad unívoca o inamovible, más bien se conectan -son consecuentes- a su nuevo contexto, al que distribuyen y... por modos de acción, por las condiciones de sus interacciones. Así, las categorías “caracterizan” a un contexto, no más; donde, cada “caracterización”, es además una categoría atribuible, en calidad y en cantidad, a algo en particular de ese contexto.

Bueno, sujeto a lo lingüístico, hay quienes quieren –o lo han hecho- distinguir las “figuras de los predicables” –que hacen una identificación entre S y P (1)- de las categorías –o “figuras de la cópula” que hacen una afirmación de existencia-; empero, en la continuidad, tanto la operación como los resultados semánticos de toda operación conservan su carácter continuo –modular-, adaptándose o vinculándose a su nuevo contexto –al que distribuyen y, por tanto, se atribuyen a él-.
Las categorías no aparecen en la predicación (2) –no existe una iniciación tal ahí-; mejor, van asociando –diferenciando- una parte del contexto con otra que... predican cuando lo hagan.

Por último y siguiendo a ese aspecto de la predicación, señalar que, si se concibe la categoría desde un principio de las categorías, claro está, eso conduciría a una equivocación; pues se instalaría ese principio en una "totalidad" y, precisamente, con una totalidad independiente: originaria (por el “dator formarum”).
No obstante, la categoría –que no es inamovible- sólo es una acompañante metódica a la vez que semántica -en variaciones-, es decir, un procedimiento que signa –y por ello orienta- lo que distingue; porque lo ha distribuido primero con una “modulación” de lo que va resultando, contribuyendo y transcurriendo, y con respecto a lo que es y no es algo o, a mejor decir, atiende a modos de acción -a condiciones o a delimitaciones- en un mismo contexto.

(1) Sujeto y predicado -la constante identificación del lenguaje-. El sujeto siempre estará delimitado a “sus posibles predicados”, a unos que están condicionados por el mismo contexto en el cual se encuentra tal sujeto. Eso, por ser y estar, las “figuras copulativas” son forzosamente unas, y se digan o no se digan.
(2) Porque el concepto o el “símbolo sobreentendido” no “aparece” sólo con el lenguaje escrito; es decir, éste por sí solo, no puede categorizar.
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martes, 18 de noviembre de 2008

MANIPULACIÓN PSICOLÓGICA
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Antes de la aparición de la escritura el ser humano se expresaba (al igual que cualquier otro animal, pues expresaba vida, “su nivel de conciencia de vida”) gesticularmente con su cuerpo (1), con unos mínimos símbolos verbales y, además, con unas comunes -o menos comunes frente a los demás- actitudes socializadoras; pero, cuando se sirve de la escritura en el milenio IV a. C., entonces, “guarda” sus expresiones, las exhibe y las recupera mnemotécnicamente de un día para otro.
Es decir, cultiva (con un método o a partir de un método, ya con un sistema intelectivo- su expresión verbal; es decir, desarrolla su expresión social (2); es decir, se motiva -surge la “intención social” sujetada a ese método de expresión social- al comprobar que trasciende lo que conoce -que ya no es para sí o para un fugaz presente- o que es valorizado más allá de él mismo.

La escritura, por eso, supuso el decisivo estímulo intelectivo en su inherente orden social -no individual- porque, la evolución, aquí comportara una amplitud de conocimientos sobre el medio; conocimientos que “ahora” se complementaban, que se aunaban favoreciendo, sí, una inesquivable capacidad de comunicar expresiones más conscientes: por constituirle al conocer, en su desarrollo, una responsabilidad, pues sólo a través del conocer más sobre algo se adquiere más responsabilidad, más implicación, más dependencia cognoscitiva sobre ese algo.

Sin embargo, si el dolor se encuentra apegado -por consecuencia- a lo más elemental que vive un ser vivo -puesto que lo que le destruye le afecta-, así, el ser humano no puede evitarlo ni siquiera en su ya nueva determinación consciente y, por ello, se duele inevitablemente, siente la soledad y la necesidad de contrarrestarla con la búsqueda del principio demiurgo de su existencia; claro: vinculado a un sentido antrópico de ése.

El ser humano, que es el que “se duele”, y elige primero el remedio para sí, no precisamente para el Universo debido a que, él, necesita una devoción hacia algo que no sea humano -pero sí permanente-, hacia algo que sí importa, hacia algo que identifica... humanamente.

El hecho es que la religión es connatural a la conciencia y los “dioses” habitan en la misma naturaleza que conoce el ser humano y, por ende, ya desde el principio simbolizaban el cielo, el Sol, el mar, el bosque, etc.
No obstante, ocurrió algo que transformó la religión, alrededor del año 1000 a. C. nace en la ciudad persa de Backtriana el profeta Zarathustra, quien crea el mazdeísmo introduciendo un Poder Bueno atribuido a Ahura Mazda y un Poder Malo atribuido a Angra Mainyu; asimismo introduce los conceptos religiosos de Creación, de Primera Pareja Humana, de Santísima Trinidad, de Diluvio Universal, de Cielo e Infierno y de Libre Albedrío posteriormente utilizados por las religiones monoteístas: por el judaísmo, por el cristianismo y por el islamismo.

Para Zarathustra la maldad es un error ante la creación de un ser humano perfecto, puro; un error que debe subsanarse por medio de la “luz” que concede Mithra o su culto (Mithra ya es mencionado anteriormente en la India por los vedas).

Pero la religión se dirigía a los demás desde donde todo se controlaba, desde el poder: En las primeras ciudades sumerias el templo era el gran centro productor de riquezas, las cuales administraban unos sacerdotes supeditados a un líder religioso o “Señor”.
Así que, en el origen, religión y explotación fueron sinónimos, desde luego, correspondiendo al más poderoso la condición más divina -a la que había de obedecer- o, por “ley”, ante el cual los demás tendrían que ser sumisos.
Y los sacerdotes siempre pertenecieron al más alto rango, a la aristocracia o nobleza, “ninguneando” el dolor de los esclavos en pro de una manipulación precisa para que unos vivieran mejor.

Al igual, en la religión egipcia, el faraón y sus sacerdotes poseían la bendición segura ante el tribunal de Osiris empero, al resto, se les obligaba a obedecer de una forma u otra: con las abnegaciones o con los sufrimientos necesarios -aunque no reconociendo explícitamente que fueran sufrimientos, porque era... malo, en función de que había que estar contento “hacia fuera” en agradecimiento a los dioses y a los que comían un día sí y otro también por medio de ellos-.

La religión ideó, especuló y garantizó el sistema de privilegios que aún persiste; y, de hecho, tuvo que imponer un “miedo o represalia tras la muerte para que, todos, esos privilegios los consintieran.

El que ofrecía el sacrificio a los dioses de seguida, pues, se veneraba.
En los vedas lo preparaba el jefe, el padre de familia con la colaboración de un bramin; éste, un sacerdote especializado en la ceremonia del sacrificio, conocía “especialmente” la concepción panteísta del dios Brahma y, así, poseía los secretos de tal ritual al mismo tiempo que concebía perfecto un sistema de castas.

En fin, en el budismo se debía, por regla, ofrecer también sacrificios a los dioses y obsequios a los sacerdotes; aunque desde la pasividad, desde la no-acción para “no sentir” deseos, desde un estado inmunizado o extrapolado a ciertos sentimientos negativos -o a casi todos- para sentir un supersentimiento positivo y grandioso de paz con una forzada sonrisa eterna ante el nirvana.
El budismo, después, mediante la reforma del rey Asoka, permitió el “ilusionismo” dirigiendo al ser humano al ascetismo en el cual, tras ese aislamiento que restringe los deseos mundanos, se alcanza la paz: como una misantropía -y de hecho lo es- psicológica vistiendo o inventado la compasión con sueños o con ilusiones de meditación; es decir, negando -por el bien de todos- el que uno sienta su dolor porque se considerará un error el que lo sienta, ya sea de injusticia o de no tener su divina gracia meditabunda (¡ah!, y la que sienta el dolor de un hijo al parirlo está muy equivocada).
Comoquiera que se defienda lo indefendible, el reformador Thong-Kaba en el siglo XIV le remitió -influido por cristianismo- al budismo una jerarquía semejante al monasticismo cristiano; con esto, esa religión redentora -como todas- ya cuenta con la adoración imprescindible a un jefe, a un hilo directo con la eternidad, a un Dalai-Lama también y, a su vez, a todos sus rituales de meditación propios de él.

Siguiendo con las diversas religiones:
Del mismo modo, en Centroamérica, los aztecas -aunque lejanos- ofrecían sacrificios -humanos- a los dioses en beneficio de una particular condición guerrera de su imperio; y, en Sudamérica, los incas se guiaron por el poder teocrático de los intereses de su inviolable y supremo Inca.
En la religión semítica el culto a Moloch, en Asiria, requería el sacrificio constante de niños y automutilaciones.
En Grecia, el sacerdocio era exclusivo de la nobleza lo mismo que en Roma, en donde empezó siendo un privilegio de los patricios.
En los celtas, los druidas impartían la justicia, la enseñanza y la curación desde la adivinación y también desde los sacrificios humanos.
En China, el confucionismo deificó al Emperador como “Hijo del Cielo” y, el taoísmo, inducía a todos para beneficio imperial a la pasividad -al monasticismo-, a la no-acción, ya que la acción debería corresponder a los duendes y a los “genios” de la naturaleza.

Así que las clases sociales siempre se originaron por los tejemanejes de la religión (3), pero ésta manipuló el dolor y la insatisfacción -negándola- de los que la aguantaban y les aguantaban las injusticias: recurriendo a unos eficaces estados de positividad que siempre celebraba la resignación o el no hacer nada frente al poder.

La manipulación psicológica de los sentimientos, sin duda, ha constituido la verdadera base o apoyo de los que se pasaban la vida aconsejando mientras que ellos se reservaban muy bien sus privilegios u honores sociales; y consistía, bien, en inculcar que los otros sufrían por sus propios errores -ellos no tenían errores-, o sea, que ya en adelante no fueran tontos y se adentraran en la buena conducta que ellos les predeterminaban exterminando sentimientos o reconocimiento de hechos.

Lo importante, según los ascetas -y según algunos oportunistas psicólogos modernos- es que sigan unos consejos, que vayan para acá o para allá y, claro, con positividad -que significa sentir lo que ellos quieren censurando a quienes les digan lo contrario al margen de ese positivismo de nosequé-.
Los consejos son los que han inventado “lo positivo”.

Bueno, otras veces se habla de un equilibrio con la prohibición de sentimientos a unos sí y a otros no, según convenga o según la moda; otras veces de un equilibrio exacto al de la naturaleza -que no puede existir, no, en cuanto que el ser humano conlleva intencionalidad ya sea con una religión o con otra, ya sea con una psicología o con otra, o con una cabeza o con otra-. Pero, ¡ah!, el ser humano es diferencia y reconocerlo como tal, individualmente, es reconocer al momento que depara su diferencia y la imprescindible autodirección de sus propios sentimientos, de su vida.

En definitiva, la religión ha manipulado con el conformismo el inconformismo que implicaba -en responsabilidad- sus errores, ha jugado con los sentimientos humanos para conseguir, tras tantas guerras que ha provocado, que aún no sean -de hecho- “todos” considerados como personas con los mismos derechos.
Mientras se han muerto de hambre en algún lugar del planeta se les ha llevado imprescindiblemente religión, pero nunca se les ha llevado “por una vez por todas justicia” -eso no les produce tanto negocio o relevancia de poder-.

Cuando con constancia se multiplican las injusticias dan y darán publicidad a sus actos de bondad -sin embargo, de millones que se hicieron a través de la historia nadie los negoció así- y, al final, el fondo, el objetivo fondo es el mismo, pero descubierto ya un buen protocolo de “lavado de conciencia” que se sabe y se sabrá muy bien vender.

La mujer la sido la primera víctima de la religión: su desigualdad de derechos con respecto al hombre siempre ha sido dogmatizada por únicamente la religión, en cuanto a que ni siquiera podía rebelarse ante tal aceptación o resignación porque, rígidamente, quedaba establecida como orden o mandato divino (contravenir a eso la mayoría de las veces significaba la muerte).
La mujer ha cargado con el calificativo de "débil" únicamente por consideraciones religiosas. Y, también, religiosamente una mujer ha de ser: obediente a la familia -cuyo jefe o mandatario era el macho esposado-, calladita -pues se le vetaba meterse en política e intereses guerreros- y reproductiva -por eso nunca le podía negar al marido la cama, si no era mala o no era, como persona, ya una mujer dedicada a sus faenas y a sus obligaciones-.

También, antes de que se decidiera la guerra de Iraq, curiosamente, no se manifestaron los resposables religiosos para que no se llevara a cabo; así es, pretenden luchar contra lo malo pero... le dejan paso, lo consienten: lo dejan “preparado” para que se haga.

(1) De forma especial con las manos; ya que las usaba sobremanera y, con ellas, los instrumentos desarrollaban “per se”, para él, todo un lenguaje simbólico de poder o de seguridad.

(2) El lenguaje es compartido o ayuda a que se supere la inteligencia por “simbiosis” o entre todos los que la comparten.

(3) Los fariseos vivían separados de los impuros o se permitió en la India que unos seres humanos, los parias, prescindieran de una consideración humana, como se hizo con cualquier esclavo durante toda la historia.
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martes, 11 de noviembre de 2008


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