sábado, 27 de diciembre de 2008

PRINCIPALES CONDICIONES DEL YO EMOCIONAL


Al “yo-solo” construido emocionalmente siempre le dominará la duda o la insatisfacción (1) por alcanzar una compañía complaciente, un tú seguro que no le falle, que sea el que le comprenda en todas sus dimensiones y, así al lado, incondicional, le consuele.

Entonces, busca el “yo-solo”, por entre todos los avatares de la vida, a quien de forma más convincente le demuestre ser el “tú-encontrado”; porque lo buscará -como un mandato de su instinto de supervivencia- incluso aunque no quiera o lo hará, siempre, su subconsciente.

Pero el ser humano no es nunca sólo consecuente consigo mismo, sino con unos seres de una colectividad que les han transmitido intuitivamente que sienten “lo mismo” en el fondo de ese contexto –pues, también la emoción se ha educado socialmente, y se ha transferido al menos en su carácter social-, o sea, que como miembros de su hecho social son copartícipes de tal “angustia”, digamos, que busca o desea una solución.
Deduciendo eso la permanencia de un valor existencial “de conjunto”, claro, de especie social que continúa con esa condición, que trasciende en usufructo de lo que comparte (2).

En el fondo, también es una cuestión -intelectivamente- de dignidad humana a pleno riesgo hasta más allá de su conciencia, apoyada en que el ser humano se habituó a acompañar y a ser acompañado: cada “algo” que conocía le significaba una compañía "productiva" de sentimientos y de intimidad –valoración de sí mismo- (3) y, por empatía, acompañaba -en un momento "presencial"- a eso que representaba realmente lo que ya había conocido.
Con esto, defiende esta acción social en su individualidad, en su individualidad no aprehendida como sola, frente a todo límite, frente a cualquier terminación que no quiere concebir –ni siquiera puede hacerlo- emocionalmente (4); tal como Sócrates, en rectitud virtuosa, se enardeció -para sí mismo en convencimiento- fuerte contra la adversidad (5), construyéndose o preparándose muy seguro en su interior (el “conócete a ti mismo” le servía de escudo protector, y nada es más cierto).

El yo, con lo dicho, quiere al final descontaminarse, depurar su ciclo con una terapia de encuentro (saudade), o ser lo más fiel a “su origen” o a sus raíces pero, antes, sin despreciar su única y sobrevalorada conciencia: su esencia de irreductibilidad, su ego ya tanto sobrevivido –“luchado”- y a él sólo confiado, su sentirse separado -lo cual le provoca una alerta- de lo que no es (6).
Así, su telos es su propia conciencia inesquilmable, una gnosis del yo en cuanto que no procura únicamente disolverse en el todo que lo “protegerá” con... todo, sino que se siente un complemento particular -especial-, forjado, conformado (7), trascendido y, como tal, trascendente –un “camino de vuelta”-, una entelequia que se revela al final con una apropiación del yo –ya mirando hacia atrás- y, aun, con una remisión de él hacia la sinapsis del todo.


(1) Según la teoría pascaliana, la idea emocional es un “esprit de finesse” (corazón), un sentimiento de finitud que crea, por tanto, insatisfacción.
(2) Según Hegel, la ideación del yo se proyecta fuera también en el paso del tiempo; semejante es la teoría del “tiempo creativo” de Bergson. En Stendhal, nostalgia por valores interiores que, por supuesto, trasciendan.
(3) No existe intimidad ni valoración de uno mismo sin “el otro” como pretendida compañía social.
(4) El sentimiento de angustia “por desesperar de sí mismo”, porque tiene el ser humano el dilema ambicioso de “César o nada” defendido por Kierkegaard.
(5) Al final, en la proximidad de la muerte, se busca la reconciliación con todo, se anhela la paz, se anhela un destino liberador: el presentimiento -o la escucha de una voz “panteísta” que siempre llama- de Conrad.
(6) Heidegger propugnaba la irreductibilidad del ser que, eso precisamente, lo caracteriza ya como diferente, como un luchador de su diferencia.
(7) El “sentimiento” o el comportamiento de componer es la nemónica (memoria) de la naturaleza.
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Nota.-
El enlace que he elegido a "dignidad" da sólo una definición etimológica y, ésta, para ser coherente, debe completarse con la actual que ya corresponde a un merecimiento -de "valor"- con respecto a unos principios morales "de ahora" y, también, con respecto a unos derechos humanos.
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viernes, 12 de diciembre de 2008

SARTRE Y EL EXISTENCIALISMO


El existencialismo fue una corriente intelectual que se generó por y a raíz de una sociedad en crisis, como la de principios del siglo XX, con unas ideas de volver o de refugiarse en lo más humano, en el "buen salvaje" de Rousseau, en el ser "que se vive" de Kierkegaard, en el grito emocional más que racional: el cual despierta o hace al ser humano ser consciente de sus sometimientos.

Era un posicionamiento crítico, anárquico, rebelde; era el vuelco de la historia a favor de un ser humano en concreto, señalado con el dedo de la revaloración, ahí, esperando que su situación de angustia ontológica sea tenida en cuenta, esperando ser escuchado, esperando que la humanidad no progrese sin él, sin su sentimiento... desahuciado.

Este posicionamiento lo defendieron: Heidegger, Sartre, Marcel y Camus, entre otros.
Sus reivindicaciones se expresaron con la duda, con la lamentación de un existir humillado o sometido (por "el todo de puertas cerradas"), con el pesimismo, con el subrayar constantemente la carencia de un "sentido justo" ante tanto horror que, en el mundo, recibe y protagoniza el ser humano.

Por eso, por ese aspecto de quitar cadenas y de liberalización, se puede considerar como el primer grupo intelectual "de compromiso" con la esencia del ser humano puesto que, si los ilustrados lo incitaron a que se librara por medio del conocimiento de la obediencia ciega a los poderes fácticos, los existencialistas promovían su propia conciencia crítica frente a la sociedad y frente a sí mismo, para librarse dentro de sí mismo incluso, ya consciente de toda clase de miseria por dirigirse, así, a la necesidad de ser solidario o de comprender a los demás.

Sartre (París, 1905-80) sostuvo que cada uno de nosotros somos un ser libre, en ciertas direcciones que podemos o no elegir; pero, en contra, eso supone también una condena, una "fatalidad" de ser... siempre libertad: No podemos elegir no ser libres, no podemos elegir no desear, por lo que el ser humano está claramente condenado, condenado a una "pavorosa" libertad.

Es cierto -porque posee voluntad-, dentro y no alrededor de este cerco, de lo que hay, sólo se puede vivir; en tanto que, siempre, se vivirá de lo posible, desde unas inesquivables raíces "de lo vivido" pero, sobre todo, de ese contexto que posibilitó a tales raíces el desarrollarse o el que formaran algo.
Al lado de esta angustia, él creyó en el ser humano, y lo concebió como un proyecto semejante a una aspiración contenida o constituida por valores, en cuyo centro se encuentra la intención, el menos vano de los valores: el intentar siquiera, con autenticidad, el crearse uno a sí mismo o el dirigirse, con eso, a su felicidad.

Es evidente que, esta digna aspiración, sugiere seguir irremediablemente a un humanismo que ya no es abstracto, sino que es algo concreto y necesario, un humanismo que no es el que, de forma renacentista, se defendía por liberar a individuos mediante mitos o fijaciones para un "ideal del yo", claro, con referencias o encasillamientos que “provoca” en la historia.
Aquí, en cambio, es un humanismo del aprovechamiento de la libertad para construir o simplemente avanzar, es un humanismo que no quiere siquiera orientarse de su pasado, que aun niega definirse “por naturaleza”: una verdadera utopía (procura, así es, dar un sentido... a la misma existencia).

Algo de virtuoso es tal propósito, pero su error fundamental se decanta en que sólo es un propósito, uno que abusa quizás de proposición cuando, en realidad -porque es realidad lo que ya somos antes de nada, o de un propósito-, el ser humano debe seguir obligatoriamente a unas reglas o “referencias” (mejor: desarrollos o ciclos) no elegibles, sino condicionantes, condicionantes porque a él lo han hecho y porque, así, pueda existir.

Los principios condicionan para que, algo, consista precisamente en algo.
Es el mismo error que cometió Heidegger y en grado tal que, el ser humano, no es un "ser-ahí" tan sólo, advertido de golpe: además la realidad ya lo ha permitido "hasta ahí"; por lo que no es ese "ser-ahí" mágico u ofrecido en un "abracadabra", no el ser abandonado supuestamente por la realidad, sino es el ser que se acumuló y aún se acumula de realidad y de elementos reales.

Desde luego, lo que bien se puede hacer es “modular” ciertas de esas acumulaciones o rechazar las que son posibles en adelante rechazar -como los valores creados desde la sinrazón o desde la ignorancia o no consubstanciales al ser humano, en cuanto que no nació para establecer definitivamente un prejuicio-.
Se tendrá, con ello, que hacer lo posible y eso no es un absurdo o una inutilidad, no, sólo es conformidad real de adaptación: el aceptar la realidad útil para su todo que progresa, no para la conveniencia del antropocentrismo de turno -un prejuicio-.

Porque, cuando este antropocentrismo de forma exagerada pide para sí más, "quita" o ignora entonces a otra parte de la realidad sus posibilidades -de éstas tenerse en cuenta con el conocimiento y de ser, para el ser humano, más fiables condicionantes-; acaso desde una coherente o natural... humildad.

Sartre, en fin, deseaba una terapia para su condición existencial y, de entrada, significó sin duda el existencialismo una de las mejores terapias -basada en la impostura o en el “atrevimiento emocional”- de las inculcadas hasta el siglo XX; porque ya se sabe que, todo, se debe intentar -cuando es humanitario-, incluso lo imposible, tan sólo por usar otros recursos o reconocer o darse, al menos, cuenta de hasta dónde se puede llegar para comprender más lo que somos; y, en ese digno intento, se aprende y se rectifica: he ahí ya un auténtico humanismo.

Lectura recomendada de Sartre: "La náusea", 1938.

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martes, 2 de diciembre de 2008

EL DOGMATISMO

El ser humano una vez que vive en sociedad no puede ser libre "a sus mismas reglas", en cuanto a que está sujeto a leyes y éstas las protege un Estado o un poder organizativo que, socialmente, siempre existirá.
Por eso piénsese: esa supeditación permanecerá porque, a toda organización social, le es inherente un orden activo que, sin tregua, es ejercido de unos sobre otros y, por representar el poder, de esos primeros sobre ellos mismos –aunque con más libertad en desproporción o en injusticia, ya que ellos deciden las leyes que salvaguardan sus privilegios-.

Desde luego, el poder tal como es se engendra así como "dogma": en pro de beneficiar “siempre” a los que se encuentran vinculados a las instituciones y, al resto, en la medida en que se pueda. A unos “siempre sí” de una forma incontestable; en cambio, a aquél, a ése, en algo, en la medida que él se deje ver o pueda presionar o pueda escandalizar públicamente a esos que “siempre sí”.
El dogma es lo que se resiste a presentar cambio o progreso ante la razón; y, en cuanto se trata de algo que se refiere a la costumbre o a la fe, más se resiste, más se retuerce obsesivamente hacia un único fin.

Con esas premisas, la sociedad se vaticinará –mientras exista- en suma para ser sociedad con... leyes; sin embargo, han de modelarse y evolucionar de una manera tan proporcional como la sociedad en sí misma cambia. Si no, heredará o arrastrará sus injusticias; pero, ahora, frente a un portento más evolucionado de la razón, por lo que "ésta" -la supuesta por la sociedad- puede acostumbrarse a justificarlas, a vivir con ellas, a consentirlas, a dogmatizarse o ser seudo-razón.
Sí, ya sabemos que un científico en este tiempo descubre racionalmente algo –utilizando por fuerza la razón que otros le han facilitado-; no obstante, sólo es razón escindida si prescinde de una coherencia. La razón que adquiriría un adolescente con el aprendizaje de todas las nuevas técnicas de la manipulación genética entregado en su “torre de marfil” para unos beneficios “inculcados” o dogmatizados porque, del mismo modo que no se comportaban plenamente racionales los médicos que trabajaban para los nazis o para otras causas erróneas –aunque lograsen descubrimientos científicos-, en la actualidad intelectuales hay que se hallan alineados para sobreproteger, para sobrealimentar, para justificar ciertas conveniencias racionales o un adoctrinamiento.

Incluso durante la Restauración francesa (1814-1830), por intenciones de Royer-Collar y partidarios (Guizot, Rémusat, etc.), se adoctrinó el liberalismo contra el absolutismo, cuyos resultados convenían en verdad directamente sólo a una parte del pueblo o a la burguesía; pero, sin duda, demuestra eso que es una constancia, que el dogma es y será utilizado con todos sus variantes: para una religión en donde unos se enriquecen desmedidamente con él y para un movimiento social –como el marxismo- en donde se acaba al final disolviendo la posición crítica o la razón (*).

Hoy en día lo que ocurre es que la mayoría de los intelectuales –la mayoría que no quiere decir todos- se saturan de información y no la eligen, o no saben elegirla en tanto que el corporativismo o la omnipresente “grupalidad” ya les delibera o les especula todo lo que tiene que ver con “una” línea en concreto; así que, sugestionados por tal “linealidad” en su amplia extensión superflua, no atienden sólo a la razón –con una exigida independencia- venga de donde venga. Eso es, no asumen un código ético de… reconocer lo que es racional, advirtiéndolo y valorándolo en su justa medida.

No es extraño el darse cuenta de que, un intelectual o un científico, ahora suele decir antes “trabajo en ese proyecto”o “empresa” –lo cual le dará prestigio- que “trabajo para la ciencia” o “por una coherencia”.

Por ello, en todo caso, lo que se debe evitar -y bien- es cualquier dirigismo en contra de la razón, o un dirigismo de la censura.
El intelectual –porque sea coherente- tiene el imperativo moral de denunciar los abusos de poder que benefician o engrandecen a unos pocos, las medidas de autoridad inservibles u opresoras, la “unipersonalidad nacional” o un exceso de patriotismo que aúna los odios para el aislamiento social o para la guerra (en todos los aspectos: el integrismo).
En claro, el odio de una persona no llega a ninguna parte –no es tan relevante-, empero, un odio social sí escudándose o ayudándose de muchos para desestabilizar un país a favor de la crispación, de la violencia.

Aquí, en el mundo, las leyes ejercidas deben ser leyes prácticas, no leyes divinas o sublimadas por el capricho de cuatro iluminados para la alineación o para la manipulación irracional; luego, lo "supremo", será el derecho facilitado o permitido –distribuido-, la dignidad humana –para cualquier poder en el contexto ejecutivo- conforme a que, ya lo íntimo, no se impone, es algo "personal", como se sobreentiende en el arte o en el ideal político.
He ahí la base: el antidogmatismo, la concepción responsable de que existen seres humanos iguales en derechos con la necesidad, sobre todo, de recursos prácticos, no de dogmas.

En derredor nuestro, el dogma se nutre de la sinrazón, del “porque sí” irracional, de la justificación injustificable, del consentimiento útil a la censura y no al sentido crítico, de la hipocresía, de la inculcación del miedo o del amor ficticio –el de moda que responde a unos cánones que incentivan la marginación-, de la mentira.
Al dogma, a ultranza, le agrada el quietismo, la optimación manipuladora, el “todo va bien, el “Dios lo ha querido así”, la resignación.

En lo más íntimo –cuando se impone- provoca la ignorancia puesto que, por definición, significa restringir la razón, acotarla (mientras que el conocimiento –o la razón- descubre, el dogma se paraliza, fija y, así, encubre o tergiversa lo demás).
Aposta, el dogmático, después de demostrado un error –o una sinrazón- sigue con él y, encima, sigue con el truco de “tengo la conciencia tranquila” (ningún sinvergüenza poderoso renunció a recurrir a este truco), por lo que infunde mentiras, confunde; porque sin dogma, sin él, pierde imagen o pierde el prestigio adquirido con… seudosantismo.

Y es que la razón cuesta mucho el defenderla en detrimento de simpatías o de máscaras (¿cómo responder con conveniencias y no con lo que se debe decir guste o no guste?) pero, al instante que se usa, ya choca contra el quietismo de uno, contra el chovinismo de otro, contra el involucionismo religioso de un asceta o contra el ideal de “superhombre” o de "supernación"de tal o cual inoportuno sabiondo.
En eso, si uno demuestra algo con bastantes pruebas, para el corporativismo de turno aferrado al error no importa nada: servirse de lo más miserable dialécticamente –o con la censura- es su fuerte.
Claro, con la imagen y con el prestigio miserable celebran sus fiestas de sinrazón demasiados intelectuales y… ¡a callar! Quienes se esfuerzan sólo y únicamente con la demostración, ¡a callar!

Sin tapujos, la coherencia con censuras es nada, así de sencillo; por razón de que sólo le es válida la razón, no la confusión, no el amiguismo, no la sugestión, no la influencia mediática -que juegan interesadamente con las injusticias pues, no estando en igualdad "contra todas", hacen bandera en un interés de unas sólo discriminando las demás: las utilizan-, no la presión del “¿qué dirán?”, no el chantaje económico, no el seguir un proyecto doctrinario, no lavándoles caras y caras a maestros al margen de una plena disposición racional.

Porque, sí, hablan demasiados ya de ecología, pero se gastará hasta la última reserva de petróleo, hasta la última gota: se gastará; hablan y hablan, sí, demasiados, pero se venderá hasta el último coche que se fabrique, o se buscará hasta el último cliente que pueda encontrarse aún por fabricar un coche más: por fabricarlo.


(*) En China, la doctrina “Cheng-ming” rectificó los nombres o las palabras para unos objetivos político-religiosos. Para Confucio suponía la base de una reforma social: controlar lo que decían sus conciudadanos.

En la Europa del siglo XVII, el jansenismo, exagerando las doctrinas de San Agustín, limitó el libre albedrío a los predestinados por leyes divinas.
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lunes, 1 de diciembre de 2008

EL UNIONISMO


Desde la noche de los tiempos el unionismo ha estado ligado a la asunción de poder; primero de las tribus, luego de los pueblos -en el sentido regional- y, después, de las naciones que condujo al vasallaje del imperio, es decir, a una dependencia feudataria que permitía, además, ese arrimar hombros para proteger y endiosar a una nación.

Por eso, por cierto y por verdad, el unionismo es una herencia de la supeditación convenida, que ha escudado a las grandes naciones más allá de una consideración por lo estrictamente local; y, desde hace unos pocos siglos, ha sido una forma de reafirmar sus economías (el nacimiento de grupos comerciales, o la asociación de empresas: "trust"), de potenciar sus estructuras políticas, aun de levantar a unas frente a otras -por lo que se desahucian las más débiles, se excluyen-.

Si ahora vivimos tiempos más civilizados, por la consecución de derechos y por la división de poderes que propugnaba Montesquieu, tal asociación de países no es un error si buscara intereses más globalizadores de fraternidad o solidaridad; pero eso no se realiza porque, en el fondo, rigen las machacadoras y codiciosas reglas del mercado no perdonando, en cuestión, a nada: las riquezas se obtienen de injusticias, son el resultado de desvenjadas, de presiones de grandes intereses económicos establecidos ya como poder injustificable para la igualdad -de los recursos en pro de una mínima supervivencia- y de la acumulación no regulada o limitada dignamente.

Sí, de forma brillante se habla de seguridad como si, la seguridad, fuera “estar a la defensiva” siempre ante los marginados por las economías cada vez más enriquecidas, más asentadas con poder desproporcionado y más depravadas frente a las que... ni siquiera se tienen en cuenta.
Pero, ¿seguros de qué quieren estar, por firme?, ¿de quiénes y para qué quieren estar seguros estos asociacionismos de riquezas?, ¿acaso de no mirar o de no afrontar la miseria que provocan?, ¿qué consideran que es la responsabilidad?

En un mundo global, refortalecer a Europa sí, pero ¿frente a qué y para qué? Está claro que, según los fines -que suelen ser de refortalecer el “eterno” y provechoso “occidentalismo”-, se instigará más pobreza o desigualdad o no.

Por ello, si se habla de humanidad, es más que indispensable el desmarcarse con unas pautas éticas contra ese “histerismo” economicista del poder; e inculcar, también, un modelo que no, no menoscabe aún más a los excluidos porque, sus carencias -en todos los sentidos-, no son amenazas nunca ante la egoísta seguridad de los que están con mucha riqueza que no corresponde a una digna supervivencia humanitaria, sino son “un resultado” de que están así, porque sólo “sobreviven o sólo se desesperan” de una forma lógica en la miseria.

La emigración, el trabajo infrahumano o clandestino -caldo de cultivo de la explotación- o el crear conflictos sociales de “delincuencia”, a veces son caminos inevitables para los que sólo recurren a sus dignos derechos para sobrevivir o, sin poderlo eludir, con sus mínimas necesidades, no conocen cualquier otro camino.

Así que, lo que es la nueva sociedad, debe atender a eso, a un análisis más social, menos peyorativo frente “a los que recogen las migajas de sus excesos y vicios”, de su “seudobienestar; y, también, se debe pensar que, la mayoría de los países pobres, no son los que especulan o embaucan “a todo riesgo” con plusvalías y con usuras en sus mercados, sino los que no quieren estar al margen de lo que les corresponde mínimamente, y lo exigen -ya sea por manifestaciones pacíficas o violentas-.
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LA IRREVERSIBLE DIFERENCIA EN JACQUES DERRIDA


La “estructura” es para Jacques Derrida un organismo no completamente ontológico sino presente, funcional. Ésta va naciendo junto a la cultura, junto al lenguaje, junto al desarrollo social de los seres humanos y, desde fuera, no es posible determinar el momento preciso pues, tal complejidad, supone una creación en parte deslindada entre la relación ser humano-naturaleza. Digamos que, la “estructura”, obedece a un “centro” de utilidad epistemológica o referencial pero, al mismo tiempo, no evita ni puede evitar las infinitas transformaciones posibles de los conceptos que derivan al acontecimiento desde el cual “se mira”, o sea, “se mira” aun con una nostalgia de ideal o de mito tal “centro de la totalidad” de la “estructura”, que no es sino una equivalencia a la realidad fluyente.

Así pues, un acontecimiento y otro, se encuentran “encima” –de una forma irreversible- de todas las conformaciones –transformaciones- dadas, “encima” para seguir “un mismo juego de desprendimiento” aunque, a su vez, de “redoblamiento” referencial (“las transformaciones quedan cogidas en una historia del sentido cuyo origen siempre puede despertarse en forma de la presencia”).

Ante esta ausencia de un “origen” concreto, de una falta de fijación de lo que se desarrolla, Derrida se posiciona escéptico considerando prejuzgadamente que, los conceptos, debieran estar inmóviles para “alumbrar” ese origen, esa identidad que, para él –en un último término-, es inalcanzable.
Sí, el prejuicio deviene ora por la influencia de Nietzsche, ora por la influencia de Heidegger –mayormente-; en uno los conceptos de verdad se sustituyen por los de “juego interpretativo” (1), en otro se destruyen –por una egolatría existencialista-ontológicamente.

Al signo anarquizante le transfiere, él, la causa de esta desvirtuación del conocimiento; puesto que, el signo significante, se remite a su significado diferente y, así, no puede superar la oposición entre lo sensible y lo inteligible.
Éste se presenta como el gran problema, eso es, el no lograr borrar la diferencia entre significante y significado (y Derrida “inventa” el gran obstáculo del lenguaje: en el fondo, la diferencia entre naturaleza y cultura).

Por analogía discursiva “su” prejuicio nace ahí, en que la naturaleza-cultura ya no puede ser una “estructura”, no, sino que es lo que él “elucubra”, lo que a él -a mejor decir- le “conviene” filosóficamente: obsesivamente el hecho cultural.

Y dicho eso, ahora bien, el hecho cultural –que para esto sí conceptúa- ¿dónde está?, ¿en un mundo?, ¿en este mundo?, ¿en qué mundo?
Se puede afirmar sin duda que se refiere a este mundo, que está hecho “aquí”, en esto que llamamos mundo en general, lo que corresponde a “asentar” sin titubeos que es en esta realidad o… en esta naturaleza.
Sí, claro, es una ya evolucionada relación ser humano-naturaleza la cultura y, por tanto, el lenguaje “espontáneamente” lo corrobora; de ahí que, éste, sea “libre” derivando siempre de ese hecho-relación y, ¿cómo no?, adaptándose también a todos los “nuevos” acontecimientos.

Cierto es que, por este concreto camino, el lenguaje es una conformación inteligible –un orden por sí mismo- pero, siempre, “inferida” por una suma de conocimientos, quiero decir, “inferida” por cierta maduración de la experiencia del ser humano con y en su entorno.

Por eso el lenguaje no, no nace “al lado” –como compañero o amigo- de la realidad “inventándola”, jugando a “crear” realidad –como un dios- o interpretándola, no, sino –desde un principio e... inevitablemente- conforme a la realidad, viviéndola; por lo que, la realidad, más bien “interpreta” al lenguaje al ser, ella, quien de verdad “lo protagoniza” o “lo vive” o “lo deriva”, sobre la base evidente de que está la realidad “antes” del lenguaje y ella y sólo ella, digamos, “lo permite”.

En efecto, existe esa condición y sobreexiste, además, un progreso innegablemente en ella misma; en cuanto que el lenguaje no conoce, el lenguaje no vive, el lenguaje no experimenta nada (2) -el lenguaje no se va “de paseo”-.
De hecho, el lenguaje, podría sí él interpretar si se adaptara a un guión original o a una referencia “fija” o estable –porque se interpreta sobre lo que “ya” se encuentra determinado o hecho-, pero no es así. Lo que razonablemente existe es que, el lenguaje, evoluciona al par o con la realidad; luego es inmanente a ella considerando, asimismo, que en ella “está” el ser humano -no al margen-.

En este sentido, por aclaración, se interpreta lo que es esquivable -lo que sí o no con voluntad se puede interpretar-; y, tal hecho, no ocurre con la misma vida pese a quien pese puesto que, la vida, es una acción fehaciente del vivir la realidad, un estar ya en ella, un ser ella misma -más en claro-.

Derrida –con respecto a lo que sostuvo o aprobó Lévi-Strauss- habla de la vida, en incoherencia, como si fuese una exclusión del hecho esencial, como si fuese un dilema naturaleza-cultura que sólo eso consigue, en efecto, disociar los elementos que la esencializan, infravalorando el mismo soporte gnoseológico: el que “reconoce” que la vida es… conocimiento “se tire por donde se tire” y, en correspondencia, cultura, “pura” cultura o “modelo de una organización natural” –que ya ha de partir y sobrellevar lo natural-.

Bien, con esto delimitado, los conceptos no emulan sino lo que se vive; los conceptos “viven” y, por ser “más vida”, justifican a corto o largo plazo un cambio o una adaptación ineludible, pues tienen por obligado que conformar o actualizar más conocimientos o mejores conocimientos debido a, o por razón de, que no son unos “logotipos” sobre algo que se encuentra plenamente dado -no son guiones en los cuales lo vivido ya está hecho, señalado o preestablecido por... un desenlace-.

Un concepto, eso, un “resultante”, es una expresión vital –no inerte- que cuenta con que es vital de un modo extendido, y no se proyecta él mismo como un ente interreal, únicamente lo proyecta la realidad –desde un principio-. Por lo tanto, “beber” y “bebida”, y lo que suponen, entrambos, son “elementos” o “componentes” de una acción vital; ya se digan de una forma o ya se digan de otra, pero existen “evolutivamente” con una adquisición de un nivel de conciencia.

También, habló Derrida del método con “escepticismo”; luego conceptuaba sin darse cuenta “una acción vital”, de la cual se engendraba su pensamiento o filosofía. Así es, reconocía -ni más ni menos- ese concepto como insoslayable, como existencial; no obstante, ya lo extrapoló a otra concepción vital, a la del “ser es diferencia”, “advertencia” que conllevaba o implicaba una conciencia –en suma- de la realidad.

Quizás el principal error de Derrida haya consistido en eso, en esa manida u obsesiva búsqueda hacia atrás, en su afán por estructurar “de igual manera” –haciendo tabla rasa- lo que antes se determinaba como más primario para el ser humano y lo que “ahora” es “en complejidad” o es “en su natural complejidad”.

Sí, cierto es que, todo signo, ha tendido hacia una sobreabundancia de significados; lo que ocurre es que, esa tendencia, es un hecho natural con la misma naturalidad que los seres vivos, sin remedio, han tendido hacia la hibridación (las primeras células comportaban un significado que nunca “ahora” podrán comportar, porque la realidad “de vida” es más compleja).
Ese prejuicio, el de Derrida, radica en... acopiar conceptos para estructurarlos –o pretender estructurarlos- en una realidad que ha progresado -y progresa-, que “ahora” es distinta en gran parte.
Claro, esto no excluye al concepto mismo ni lo niega, sino al forzado acomodo racional que se pretende.

Y este error, reiterado así, lo muestra también contundentemente Lévi-Strauss: “Cualesquiera que hayan sido el momento y las circunstancias de su aparición en la escala de la vida animal, el lenguaje sólo ha podido nacer todo de una vez”.
Ante esto, es deducible cierta visión “mesiánica” o “de abracadabra” -algo imposible en la realidad- que “revirtió” en el hilvanado pensamiento estructuralista hasta nuestros días.


(1) Para interpretar, primero ha de existir un guión original o un hecho ya delimitado para interpretar y, puesto que ese guión no existe de forma estable en la vida –en cuanto a su “multitud de estados o circunstancias y condiciones” de libertad que las varían-, el ser vivo “vive” la realidad.

(2) Siempre se interpreta lo que ya está al lado, lo que nos exige una guía a voluntad, una interpretación; en cambio, la vida –y el conocimiento intrínseco en ella- “vive”, no es una exigencia ni mucho menos, ni siquiera algo esquivable como lo es toda interpretación.
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martes, 25 de noviembre de 2008

ENSAYO SOBRE LA UNIDAD Y EL TODO



1.- EL CENTRO Y EL PRINCIPIO

En la escuela de Mileto se acuciaba la búsqueda del “principio último”; porque, ahí, estaría la causa “eterna” de lo material. Por su parte, Parménides de Elea sostuvo que el ser es eterno, uno, continuo e inmóvil; pero algo material, algo derivado o propio de la naturaleza.
Sin embargo, Platón fundamentó lo existente en Ideas luminosas que, activadas como arquetipos sobre o en la naturaleza, pueden ser alcanzadas por el intelecto o por la razón.
Entonces, en ese sentido o ante esos prejuicios, prevaleció la tozuda polémica del monismo: la existencia de una sola sustancia (la de la materia o la del espíritu).
La filosofía plotiniana se dirigía hacia el Uno; consistente en la unión de las almas con Dios –ejerciendo, así, como núcleo de todas las cosas-. Por otra parte, para Spinoza es Dios el centro y la única conformación que, con sus atributos de “pensamiento” y “extensión”, se manifiesta.

Bien, al hilo, tras esas posiciones “esencialistas” -influidas por la creencia-, Aristarco irrumpió con el sistema heliocéntrico del mundo; Homero y Hesíodo dieron una antropomorfología a los dioses ya como representantes directos del destino del ser humano; aún más, acercándonos a nuestro tiempo, lo característico del pensamiento de Pascal se "fijaba" en el antropocentrismo –su creencia de que el ser humano se adecuaba a algo especial, a lo sutil divinizado, a lo más frágil con capacidad de “sentirse”- (1).
La cuestión indefectible, pues, se aunaba en eso, en tal "obsesión": en la búsqueda de un origen, de un foco o llama que ilumina lo que existe, de una sola ontogenia de la cual todo depende, o sea, que cualquier cosa es emulativa o emulada a partir de ella o que es dirigida por ella.

De hecho, el equilibrio -lo que es o lo que conduce a que lo sea- significa repartición del centro, des-concentración, desaparición o tendencia a la desaparición del centro.
El equilibrio, con claridad, de un contexto cualquiera supone, sí, la compensación por obligado de los entornos, de los extremos, para que sea posible -en realidad- la orientación del equilibrio como tal, el autotelismo inevitable de lo que ha de ser el equilibrio (2), la proporcionalidad.

Entonces algo sigue -se deja equilibrar, "se proporciona" con respecto a "su situación"- a un orden, al orden ése de su contexto existencial por lo que, así, “su todo” le corresponde, circula funcionalmente eximido de su inercia y vinculado, a su vez, a unas interacciones características de “su contexto”.
Por supuesto, algo actúa análogo a “su contexto”: por una analogía de atribución, por una analogía de proporción y, además, por otra de proporcionalidad. Basado, claro, en “su consistencia directa”; algo es análogo al equilibrio que le pertenece, que depara “su contexto”, por lo cual es correspondencia y, asimismo, ocupación de “su funcionalidad”.

Así pues, el centro tiende –es proclive- a dispersarse o a repartirse en lo complejo (se extiende), en lo continuado. El centro, sin duda, no puede ser activo aisladamente, sino que ha de ser inherentemente fluctuación, en homogeneidad hacia los extremos (lo contrario de reducirse a su centro imaginario o intencionado o de inducirse a lo alejado). Digamos que, cada principio en “circunspección” –en interacción mejor-, es lo apriorístico, es decir, lo más directo a su continuidad o las interacciones más próximas o directas.

Por lo tanto, frente a la Teoría del Caos que determina un todo interaccionando sin más, habría que considerar las siguientes contradicciones: Decir que todo está interconectado con todo sería decir -de modo arriesgado o simplista- que todo está interaccionado con todo directamente, homogéneamente, y no es así; desde luego, porque ese todo -de esa teoría- como supuesto concepto generalizado no presenta una base racional al, por evidencia, carecer directamente de “su contexto” o de una delimitación – y la razón, tal instrumento, es en esencia un delimitar-. Así es, la teoría, para que fuese suficientemente racional, tendría que estar delimitada, o sea, delimitado el contexto del cual habla.
Despejando errores, no, no es que ello no sea posible, sino que no está, sí, en un presente al alcance racional o argumentativo; en otras palabras, que no posee los suficientes elementos de “probación”. Teniendo en cuenta que cualquier interacción puede y sólo puede ser decisiva en virtud de unas circunstancias, de las más directas, de “sus circunstancias directas” que, en efecto, luego desencadenarán otras (pero esas primeras, las que sean, serán las que conseguirán o no el que sean decisivas, antes que nada).

De manera que la utilización del “todo generalizado” conduce no a la pormenorización, no a la especificación o a lo que es racional, sino a lo inexpresable o a la confusión dado que, igualmente, podría hablarse del todo del todo vinculado a ciclos diversos, o del todo que integra elementos desconocidos o inexistentes, o del todo ése que contiene aquello que nunca la razón, en definitiva, puede manejar o disponer.
Por ello, es precisa racionalmente una contextuación; de modo que se hable del “todo de algo”, esto es, que -en verdad- se atribuya a algo que existe o que ya está interaccionando existencialmente.
Como ejemplo: existe el “todo de la Tierra” y, desde ahí, se reconoce “su equilibrio”, su interconexión contextual.

Sin restricción, en el contexto humano, también la sociedad adquiere “su funcionalidad de equilibrio” en la medida de que no se dirija nunca hacia una concentración.
De sobra saben algunos políticos qué significa esto, pues la concentración o la centralización de cualquier poder político o de medios de comunicación implicaría paulatinamente la extinción de un modelo o de la necesaria referencia común, o de una administración equitativa o de una información imparcial; también -lo que no debe quedar al margen-, la unificación o la acumulación de riquezas crearía, sin remedio, una servidumbre o una clara o evidente discriminación de los que carecen de recursos causada por los gobiernos o "sociedades" que eso defienden. Sobre todo porque, tales estereotipos administrativos o conformaciones de centralización, “ya conllevan” unas barreras de taxativas desigualdades, de realidades de desigualdad; y porque, incluso hipócritamente, atienden y atenderán –a pleno riesgo para todos- a una competitividad “injusta”: la que empuja o presiona desde los "sistemas" de los países más desarrollados (eso es, lo que hacen los que ahora poseen más armas lo harán los que luego, por tendencia de esa competitividad, posean más armas, o gastarán los recursos inútilmente por lograrlo).
Sin tapujos, la centralidad "ya" es injusta, eso es lo importante; pero lo fue antes, ¿cómo no?, cuando se hizo o se ideó por unos aventajados “mercantilistas” que tenían a favor la utilización de la mano de obra esclava y la protección del Estado, en cuanto que benefició -de una forma directa- a unos cuantos.
Y para mayor error, desde la centralidad, ahora, se pretende crear principios de justicia; bueno, pero beneficiarán esos siempre a los que la han montado o actúan "desde ella" para beneficiarse -lo reconozcan o no- prioritariamente, aunque por caridad o por “efectos colaterales” repercuta en algo a los demás. Quiero decir, lo central -y sus infraestructuras- beneficiará primero -en detrimento de una proporcionalidad- a los que están en él, a los que parten de ese centro.
Si es un aspecto cultural, la sobreprotección de líneas o de modas siempre daña muy gravemente al mismo libre hecho cultural.

Por ello, lo común, lo que sirve para todos -en el contexto total de los seres humanos- es, en efecto, lo des-centralizado: lo que se homogeniza, lo que de veras “se extiende” como justicia o como equilibrio común, sin exclusiones.
Sí, una política común remedia o "congenia" al mismo tiempo las necesidades personales y las sociales en tanto que dispensa –ofrece- los recursos al modo proporcional, eximiéndose de las crispaciones o de la “insolidaridad de fondo” que, en realidad, implica la formación de estructuras privilegiadas con un inexcusable pero inevitable sometimiento.
Sí, por supuesto, con el uso de los centros políticos o culturales, además, se imposibilitarían unas mismas “reglas de juego”, referencias comunes de trato o de convivencia válidas en la práctica para aquellos que no se encuentran en esos centros, por los que se ven obligados –para sobrevivir- a competir con ellos, a emigrar hacia ellos o, en definitiva, a desequilibrar una situación mundial mientras se comprueba que aumentan cada vez más las diferencias entre los “elegidos” por esos centros y los que inevitablemente se encuentran alejados -excluidos por sus normas constitucionales- de ellos.
Al igual que la centralización, cualquier tendencia elitista o sobreprotección-que no puede evitar el centralizar- desmejora una sociedad.

(1) Necesario sería aquí señalar la visión geocéntrica y teocéntrica de la Edad Media.
(2) Reflexiónese la correspondencia entre descompensación y desequilibrio, o entre desproporcionalidad y desequilibrio.





2.- EL TODO Y LAS PARTES

Existe una tendencia, al menos histórica o hermenéutica, que rescinde, con la totalización o con la nominación “totalizante", los aspectos de la percepción conceptual. En efecto, se extrapola la conciencia al patrimonio de los hechos y de sus concepciones, de los hechos enquistados en un contexto inamovible, unidireccional; por la consideración de que únicamente son hechos “totales” –decisivos- por ellos mismos, condicionantes únicos de sí mismos.
Se piensa –desde el positivismo de Wittgenstein-, no sin errores, que la conciencia sólo es una facultad lingüística o que los conceptos sólo comportan "terminaciones", y que éstos operan como categorías independientes desde un “arriba” o desde una "formación única" y no como partes que integran otras.

Así, las categorías se conciben como entelequias o entidades cerradas que "ostentan" o presentan plenitudes, círculos o estructuras totales; pero las categorías no son precisamente contextos, sino que se los atribuyen, aunque nunca se pueden atribuir, no, una en concreto, un todo sin ser al mismo tiempo parte, por lo que ésa no corresponde sólo a una totalidad atributiva, sino una canalización objetiva –que bien diferencia- a efectos de un fin, de algo que existe, de una categorización distributiva.
Por ejemplo, no se puede atribuir a un ser vivo nada sin antes o previamente distribuir los seres en vivos y en no vivos y, una vez ahí, todo conocimiento o todo efecto gnoseológico es posible.

Digamos que una relación de categorías depara un contexto y que cualquier ser, cualquier relación sujeto-objeto, ahí, se lo atribuye para que sea viable un conocimiento; así, se percata de sus caracteres afines o no a ese contexto (con ello se contrasta, se “compara” el ser desde su contexto).
Por lo tanto, no supone necesariamente una categoría un “círculo de relaciones”, pero varias categorías sí.
Vayamos al ejemplo anterior: los seres vivos no pueden sólo encerrarse en la categoría de “especie” que, por cierto, no expresa por sí sola nada (pues únicamente es inherente una categoría con respecto a otra) sino, además, en la de “género” para que se comprenda una y otra (es decir, eso favorece a la existencia una interacción). En cuanto a que -en error- un “círculo de relaciones” ya lo es todo y se caería, así, en el prejuicio predicho; o sea, un “círculo de relaciones” impuesto como una total generalidad no categorizaría –“caracterizaría”- nada y, en consecuencia, no formularía algún contexto. Se hablaría de... nada.

Por otra parte, frente a la categorización, está el concepto; esta unidad coherente de contenido alude, sin duda, a las categorías dentro de su contexto -o las que se adviertan-, y vinculándose a unas en particular para definir, resaltar, un aspecto u objeto, el cual se quiere ya diferenciar objetivamente de los demás –señalarlo “en sus pormenores” como existencia-.
Conceptuar, en suma, es diferenciar y, cuando se consigue el concepto “más diferenciador” de algo con respecto al resto de lo que existe, es no menos que objetivo (por ejemplo, “ser agua”); pero, la mayoría de ellos, son inherentes al mismo conocimiento primario: al interactivo orgánicamente, al instinto y a la intuición.
Todo ser vivo sabe –lo tiene “conceptuado”- con quien ha de procrear –no lo hará, pues, con una piedra-.

En el conocimiento intelectivo, el ser humano amplía sus conocimientos conceptuando aún más con el riesgo, también, de cometer errores al inventarse conceptos irreales y al no “advertir” suficientemente cualquier proceso cognoscitivo de esos que son más difíciles: los de otros contextos más amplios o ajenos a él.

Enfrente a estas aclaraciones siempre es muy necesario el retornar lo que podríamos llamar las “bases” de nuestros criterios o de nuestras ideas, las cuales luego se formalizan en conceptos; es decir, lo que son las categorías.
Como premisa, las más conocidas nos vienen de Aristóteles y de Kant. Pues bien, mientras Aristóteles propugnaba un cierto realismo con ellas –asentándolas de una forma estable, fija o doctrinaria-, Kant las apoyaba desde algo que trasciende –proceso que deriva desde un “a priori” con un “mandato categórico” permitiendo con el tiempo que las ideas trasciendan-.
Para uno son bases constatables en la realidad, que dicen realidad –no juzgan o no denotan afirmaciones o negaciones antes de ser aplicado un silogismo-, digamos que clasifican (las clases en Aristóteles a modo de predicación aristotélica son uniádicas distributivas); para otro, trascienden por medio de las "ideas" desde una esencialidad de idea –porque lo trascendental implica forzosamente esa orientación a partir de esa esencialidad-.

Sin embargo, las categorías sólo se rigen prescindiendo de cualquier principio, pues únicamente prevalecen con la misma “continuidad” de lo real; en efecto, no trasciende el concepto o la categoría siempre y “a secas”, sino con lo que ha producido o comportado se adapta a lo “nuevo” real, ya que un concepto puede desaparecer en un nuevo contexto o su interacción con otros en ese nuevo contexto determina otro –debido a la continuidad- y a atender, esto es, a otro que lo identifique.
Las categorías, en fin, no transmiten una esencialidad unívoca o inamovible, más bien se conectan -son consecuentes- a su nuevo contexto, al que distribuyen y... por modos de acción, por las condiciones de sus interacciones. Así, las categorías “caracterizan” a un contexto, no más; donde, cada “caracterización”, es además una categoría atribuible, en calidad y en cantidad, a algo en particular de ese contexto.

Bueno, sujeto a lo lingüístico, hay quienes quieren –o lo han hecho- distinguir las “figuras de los predicables” –que hacen una identificación entre S y P (1)- de las categorías –o “figuras de la cópula” que hacen una afirmación de existencia-; empero, en la continuidad, tanto la operación como los resultados semánticos de toda operación conservan su carácter continuo –modular-, adaptándose o vinculándose a su nuevo contexto –al que distribuyen y, por tanto, se atribuyen a él-.
Las categorías no aparecen en la predicación (2) –no existe una iniciación tal ahí-; mejor, van asociando –diferenciando- una parte del contexto con otra que... predican cuando lo hagan.

Por último y siguiendo a ese aspecto de la predicación, señalar que, si se concibe la categoría desde un principio de las categorías, claro está, eso conduciría a una equivocación; pues se instalaría ese principio en una "totalidad" y, precisamente, con una totalidad independiente: originaria (por el “dator formarum”).
No obstante, la categoría –que no es inamovible- sólo es una acompañante metódica a la vez que semántica -en variaciones-, es decir, un procedimiento que signa –y por ello orienta- lo que distingue; porque lo ha distribuido primero con una “modulación” de lo que va resultando, contribuyendo y transcurriendo, y con respecto a lo que es y no es algo o, a mejor decir, atiende a modos de acción -a condiciones o a delimitaciones- en un mismo contexto.

(1) Sujeto y predicado -la constante identificación del lenguaje-. El sujeto siempre estará delimitado a “sus posibles predicados”, a unos que están condicionados por el mismo contexto en el cual se encuentra tal sujeto. Eso, por ser y estar, las “figuras copulativas” son forzosamente unas, y se digan o no se digan.
(2) Porque el concepto o el “símbolo sobreentendido” no “aparece” sólo con el lenguaje escrito; es decir, éste por sí solo, no puede categorizar.
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martes, 18 de noviembre de 2008

MANIPULACIÓN PSICOLÓGICA
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Antes de la aparición de la escritura el ser humano se expresaba (al igual que cualquier otro animal, pues expresaba vida, “su nivel de conciencia de vida”) gesticularmente con su cuerpo (1), con unos mínimos símbolos verbales y, además, con unas comunes -o menos comunes frente a los demás- actitudes socializadoras; pero, cuando se sirve de la escritura en el milenio IV a. C., entonces, “guarda” sus expresiones, las exhibe y las recupera mnemotécnicamente de un día para otro.
Es decir, cultiva (con un método o a partir de un método, ya con un sistema intelectivo- su expresión verbal; es decir, desarrolla su expresión social (2); es decir, se motiva -surge la “intención social” sujetada a ese método de expresión social- al comprobar que trasciende lo que conoce -que ya no es para sí o para un fugaz presente- o que es valorizado más allá de él mismo.

La escritura, por eso, supuso el decisivo estímulo intelectivo en su inherente orden social -no individual- porque, la evolución, aquí comportara una amplitud de conocimientos sobre el medio; conocimientos que “ahora” se complementaban, que se aunaban favoreciendo, sí, una inesquivable capacidad de comunicar expresiones más conscientes: por constituirle al conocer, en su desarrollo, una responsabilidad, pues sólo a través del conocer más sobre algo se adquiere más responsabilidad, más implicación, más dependencia cognoscitiva sobre ese algo.

Sin embargo, si el dolor se encuentra apegado -por consecuencia- a lo más elemental que vive un ser vivo -puesto que lo que le destruye le afecta-, así, el ser humano no puede evitarlo ni siquiera en su ya nueva determinación consciente y, por ello, se duele inevitablemente, siente la soledad y la necesidad de contrarrestarla con la búsqueda del principio demiurgo de su existencia; claro: vinculado a un sentido antrópico de ése.

El ser humano, que es el que “se duele”, y elige primero el remedio para sí, no precisamente para el Universo debido a que, él, necesita una devoción hacia algo que no sea humano -pero sí permanente-, hacia algo que sí importa, hacia algo que identifica... humanamente.

El hecho es que la religión es connatural a la conciencia y los “dioses” habitan en la misma naturaleza que conoce el ser humano y, por ende, ya desde el principio simbolizaban el cielo, el Sol, el mar, el bosque, etc.
No obstante, ocurrió algo que transformó la religión, alrededor del año 1000 a. C. nace en la ciudad persa de Backtriana el profeta Zarathustra, quien crea el mazdeísmo introduciendo un Poder Bueno atribuido a Ahura Mazda y un Poder Malo atribuido a Angra Mainyu; asimismo introduce los conceptos religiosos de Creación, de Primera Pareja Humana, de Santísima Trinidad, de Diluvio Universal, de Cielo e Infierno y de Libre Albedrío posteriormente utilizados por las religiones monoteístas: por el judaísmo, por el cristianismo y por el islamismo.

Para Zarathustra la maldad es un error ante la creación de un ser humano perfecto, puro; un error que debe subsanarse por medio de la “luz” que concede Mithra o su culto (Mithra ya es mencionado anteriormente en la India por los vedas).

Pero la religión se dirigía a los demás desde donde todo se controlaba, desde el poder: En las primeras ciudades sumerias el templo era el gran centro productor de riquezas, las cuales administraban unos sacerdotes supeditados a un líder religioso o “Señor”.
Así que, en el origen, religión y explotación fueron sinónimos, desde luego, correspondiendo al más poderoso la condición más divina -a la que había de obedecer- o, por “ley”, ante el cual los demás tendrían que ser sumisos.
Y los sacerdotes siempre pertenecieron al más alto rango, a la aristocracia o nobleza, “ninguneando” el dolor de los esclavos en pro de una manipulación precisa para que unos vivieran mejor.

Al igual, en la religión egipcia, el faraón y sus sacerdotes poseían la bendición segura ante el tribunal de Osiris empero, al resto, se les obligaba a obedecer de una forma u otra: con las abnegaciones o con los sufrimientos necesarios -aunque no reconociendo explícitamente que fueran sufrimientos, porque era... malo, en función de que había que estar contento “hacia fuera” en agradecimiento a los dioses y a los que comían un día sí y otro también por medio de ellos-.

La religión ideó, especuló y garantizó el sistema de privilegios que aún persiste; y, de hecho, tuvo que imponer un “miedo o represalia tras la muerte para que, todos, esos privilegios los consintieran.

El que ofrecía el sacrificio a los dioses de seguida, pues, se veneraba.
En los vedas lo preparaba el jefe, el padre de familia con la colaboración de un bramin; éste, un sacerdote especializado en la ceremonia del sacrificio, conocía “especialmente” la concepción panteísta del dios Brahma y, así, poseía los secretos de tal ritual al mismo tiempo que concebía perfecto un sistema de castas.

En fin, en el budismo se debía, por regla, ofrecer también sacrificios a los dioses y obsequios a los sacerdotes; aunque desde la pasividad, desde la no-acción para “no sentir” deseos, desde un estado inmunizado o extrapolado a ciertos sentimientos negativos -o a casi todos- para sentir un supersentimiento positivo y grandioso de paz con una forzada sonrisa eterna ante el nirvana.
El budismo, después, mediante la reforma del rey Asoka, permitió el “ilusionismo” dirigiendo al ser humano al ascetismo en el cual, tras ese aislamiento que restringe los deseos mundanos, se alcanza la paz: como una misantropía -y de hecho lo es- psicológica vistiendo o inventado la compasión con sueños o con ilusiones de meditación; es decir, negando -por el bien de todos- el que uno sienta su dolor porque se considerará un error el que lo sienta, ya sea de injusticia o de no tener su divina gracia meditabunda (¡ah!, y la que sienta el dolor de un hijo al parirlo está muy equivocada).
Comoquiera que se defienda lo indefendible, el reformador Thong-Kaba en el siglo XIV le remitió -influido por cristianismo- al budismo una jerarquía semejante al monasticismo cristiano; con esto, esa religión redentora -como todas- ya cuenta con la adoración imprescindible a un jefe, a un hilo directo con la eternidad, a un Dalai-Lama también y, a su vez, a todos sus rituales de meditación propios de él.

Siguiendo con las diversas religiones:
Del mismo modo, en Centroamérica, los aztecas -aunque lejanos- ofrecían sacrificios -humanos- a los dioses en beneficio de una particular condición guerrera de su imperio; y, en Sudamérica, los incas se guiaron por el poder teocrático de los intereses de su inviolable y supremo Inca.
En la religión semítica el culto a Moloch, en Asiria, requería el sacrificio constante de niños y automutilaciones.
En Grecia, el sacerdocio era exclusivo de la nobleza lo mismo que en Roma, en donde empezó siendo un privilegio de los patricios.
En los celtas, los druidas impartían la justicia, la enseñanza y la curación desde la adivinación y también desde los sacrificios humanos.
En China, el confucionismo deificó al Emperador como “Hijo del Cielo” y, el taoísmo, inducía a todos para beneficio imperial a la pasividad -al monasticismo-, a la no-acción, ya que la acción debería corresponder a los duendes y a los “genios” de la naturaleza.

Así que las clases sociales siempre se originaron por los tejemanejes de la religión (3), pero ésta manipuló el dolor y la insatisfacción -negándola- de los que la aguantaban y les aguantaban las injusticias: recurriendo a unos eficaces estados de positividad que siempre celebraba la resignación o el no hacer nada frente al poder.

La manipulación psicológica de los sentimientos, sin duda, ha constituido la verdadera base o apoyo de los que se pasaban la vida aconsejando mientras que ellos se reservaban muy bien sus privilegios u honores sociales; y consistía, bien, en inculcar que los otros sufrían por sus propios errores -ellos no tenían errores-, o sea, que ya en adelante no fueran tontos y se adentraran en la buena conducta que ellos les predeterminaban exterminando sentimientos o reconocimiento de hechos.

Lo importante, según los ascetas -y según algunos oportunistas psicólogos modernos- es que sigan unos consejos, que vayan para acá o para allá y, claro, con positividad -que significa sentir lo que ellos quieren censurando a quienes les digan lo contrario al margen de ese positivismo de nosequé-.
Los consejos son los que han inventado “lo positivo”.

Bueno, otras veces se habla de un equilibrio con la prohibición de sentimientos a unos sí y a otros no, según convenga o según la moda; otras veces de un equilibrio exacto al de la naturaleza -que no puede existir, no, en cuanto que el ser humano conlleva intencionalidad ya sea con una religión o con otra, ya sea con una psicología o con otra, o con una cabeza o con otra-. Pero, ¡ah!, el ser humano es diferencia y reconocerlo como tal, individualmente, es reconocer al momento que depara su diferencia y la imprescindible autodirección de sus propios sentimientos, de su vida.

En definitiva, la religión ha manipulado con el conformismo el inconformismo que implicaba -en responsabilidad- sus errores, ha jugado con los sentimientos humanos para conseguir, tras tantas guerras que ha provocado, que aún no sean -de hecho- “todos” considerados como personas con los mismos derechos.
Mientras se han muerto de hambre en algún lugar del planeta se les ha llevado imprescindiblemente religión, pero nunca se les ha llevado “por una vez por todas justicia” -eso no les produce tanto negocio o relevancia de poder-.

Cuando con constancia se multiplican las injusticias dan y darán publicidad a sus actos de bondad -sin embargo, de millones que se hicieron a través de la historia nadie los negoció así- y, al final, el fondo, el objetivo fondo es el mismo, pero descubierto ya un buen protocolo de “lavado de conciencia” que se sabe y se sabrá muy bien vender.

La mujer la sido la primera víctima de la religión: su desigualdad de derechos con respecto al hombre siempre ha sido dogmatizada por únicamente la religión, en cuanto a que ni siquiera podía rebelarse ante tal aceptación o resignación porque, rígidamente, quedaba establecida como orden o mandato divino (contravenir a eso la mayoría de las veces significaba la muerte).
La mujer ha cargado con el calificativo de "débil" únicamente por consideraciones religiosas. Y, también, religiosamente una mujer ha de ser: obediente a la familia -cuyo jefe o mandatario era el macho esposado-, calladita -pues se le vetaba meterse en política e intereses guerreros- y reproductiva -por eso nunca le podía negar al marido la cama, si no era mala o no era, como persona, ya una mujer dedicada a sus faenas y a sus obligaciones-.

También, antes de que se decidiera la guerra de Iraq, curiosamente, no se manifestaron los resposables religiosos para que no se llevara a cabo; así es, pretenden luchar contra lo malo pero... le dejan paso, lo consienten: lo dejan “preparado” para que se haga.

(1) De forma especial con las manos; ya que las usaba sobremanera y, con ellas, los instrumentos desarrollaban “per se”, para él, todo un lenguaje simbólico de poder o de seguridad.

(2) El lenguaje es compartido o ayuda a que se supere la inteligencia por “simbiosis” o entre todos los que la comparten.

(3) Los fariseos vivían separados de los impuros o se permitió en la India que unos seres humanos, los parias, prescindieran de una consideración humana, como se hizo con cualquier esclavo durante toda la historia.
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martes, 11 de noviembre de 2008


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