sábado, 27 de diciembre de 2008

PRINCIPALES CONDICIONES DEL YO EMOCIONAL


Al “yo-solo” construido emocionalmente siempre le dominará la duda o la insatisfacción (1) por alcanzar una compañía complaciente, un tú seguro que no le falle, que sea el que le comprenda en todas sus dimensiones y, así al lado, incondicional, le consuele.

Entonces, busca el “yo-solo”, por entre todos los avatares de la vida, a quien de forma más convincente le demuestre ser el “tú-encontrado”; porque lo buscará -como un mandato de su instinto de supervivencia- incluso aunque no quiera o lo hará, siempre, su subconsciente.

Pero el ser humano no es nunca sólo consecuente consigo mismo, sino con unos seres de una colectividad que les han transmitido intuitivamente que sienten “lo mismo” en el fondo de ese contexto –pues, también la emoción se ha educado socialmente, y se ha transferido al menos en su carácter social-, o sea, que como miembros de su hecho social son copartícipes de tal “angustia”, digamos, que busca o desea una solución.
Deduciendo eso la permanencia de un valor existencial “de conjunto”, claro, de especie social que continúa con esa condición, que trasciende en usufructo de lo que comparte (2).

En el fondo, también es una cuestión -intelectivamente- de dignidad humana a pleno riesgo hasta más allá de su conciencia, apoyada en que el ser humano se habituó a acompañar y a ser acompañado: cada “algo” que conocía le significaba una compañía "productiva" de sentimientos y de intimidad –valoración de sí mismo- (3) y, por empatía, acompañaba -en un momento "presencial"- a eso que representaba realmente lo que ya había conocido.
Con esto, defiende esta acción social en su individualidad, en su individualidad no aprehendida como sola, frente a todo límite, frente a cualquier terminación que no quiere concebir –ni siquiera puede hacerlo- emocionalmente (4); tal como Sócrates, en rectitud virtuosa, se enardeció -para sí mismo en convencimiento- fuerte contra la adversidad (5), construyéndose o preparándose muy seguro en su interior (el “conócete a ti mismo” le servía de escudo protector, y nada es más cierto).

El yo, con lo dicho, quiere al final descontaminarse, depurar su ciclo con una terapia de encuentro (saudade), o ser lo más fiel a “su origen” o a sus raíces pero, antes, sin despreciar su única y sobrevalorada conciencia: su esencia de irreductibilidad, su ego ya tanto sobrevivido –“luchado”- y a él sólo confiado, su sentirse separado -lo cual le provoca una alerta- de lo que no es (6).
Así, su telos es su propia conciencia inesquilmable, una gnosis del yo en cuanto que no procura únicamente disolverse en el todo que lo “protegerá” con... todo, sino que se siente un complemento particular -especial-, forjado, conformado (7), trascendido y, como tal, trascendente –un “camino de vuelta”-, una entelequia que se revela al final con una apropiación del yo –ya mirando hacia atrás- y, aun, con una remisión de él hacia la sinapsis del todo.


(1) Según la teoría pascaliana, la idea emocional es un “esprit de finesse” (corazón), un sentimiento de finitud que crea, por tanto, insatisfacción.
(2) Según Hegel, la ideación del yo se proyecta fuera también en el paso del tiempo; semejante es la teoría del “tiempo creativo” de Bergson. En Stendhal, nostalgia por valores interiores que, por supuesto, trasciendan.
(3) No existe intimidad ni valoración de uno mismo sin “el otro” como pretendida compañía social.
(4) El sentimiento de angustia “por desesperar de sí mismo”, porque tiene el ser humano el dilema ambicioso de “César o nada” defendido por Kierkegaard.
(5) Al final, en la proximidad de la muerte, se busca la reconciliación con todo, se anhela la paz, se anhela un destino liberador: el presentimiento -o la escucha de una voz “panteísta” que siempre llama- de Conrad.
(6) Heidegger propugnaba la irreductibilidad del ser que, eso precisamente, lo caracteriza ya como diferente, como un luchador de su diferencia.
(7) El “sentimiento” o el comportamiento de componer es la nemónica (memoria) de la naturaleza.
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Nota.-
El enlace que he elegido a "dignidad" da sólo una definición etimológica y, ésta, para ser coherente, debe completarse con la actual que ya corresponde a un merecimiento -de "valor"- con respecto a unos principios morales "de ahora" y, también, con respecto a unos derechos humanos.
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viernes, 12 de diciembre de 2008

SARTRE Y EL EXISTENCIALISMO


El existencialismo fue una corriente intelectual que se generó por y a raíz de una sociedad en crisis, como la de principios del siglo XX, con unas ideas de volver o de refugiarse en lo más humano, en el "buen salvaje" de Rousseau, en el ser "que se vive" de Kierkegaard, en el grito emocional más que racional: el cual despierta o hace al ser humano ser consciente de sus sometimientos.

Era un posicionamiento crítico, anárquico, rebelde; era el vuelco de la historia a favor de un ser humano en concreto, señalado con el dedo de la revaloración, ahí, esperando que su situación de angustia ontológica sea tenida en cuenta, esperando ser escuchado, esperando que la humanidad no progrese sin él, sin su sentimiento... desahuciado.

Este posicionamiento lo defendieron: Heidegger, Sartre, Marcel y Camus, entre otros.
Sus reivindicaciones se expresaron con la duda, con la lamentación de un existir humillado o sometido (por "el todo de puertas cerradas"), con el pesimismo, con el subrayar constantemente la carencia de un "sentido justo" ante tanto horror que, en el mundo, recibe y protagoniza el ser humano.

Por eso, por ese aspecto de quitar cadenas y de liberalización, se puede considerar como el primer grupo intelectual "de compromiso" con la esencia del ser humano puesto que, si los ilustrados lo incitaron a que se librara por medio del conocimiento de la obediencia ciega a los poderes fácticos, los existencialistas promovían su propia conciencia crítica frente a la sociedad y frente a sí mismo, para librarse dentro de sí mismo incluso, ya consciente de toda clase de miseria por dirigirse, así, a la necesidad de ser solidario o de comprender a los demás.

Sartre (París, 1905-80) sostuvo que cada uno de nosotros somos un ser libre, en ciertas direcciones que podemos o no elegir; pero, en contra, eso supone también una condena, una "fatalidad" de ser... siempre libertad: No podemos elegir no ser libres, no podemos elegir no desear, por lo que el ser humano está claramente condenado, condenado a una "pavorosa" libertad.

Es cierto -porque posee voluntad-, dentro y no alrededor de este cerco, de lo que hay, sólo se puede vivir; en tanto que, siempre, se vivirá de lo posible, desde unas inesquivables raíces "de lo vivido" pero, sobre todo, de ese contexto que posibilitó a tales raíces el desarrollarse o el que formaran algo.
Al lado de esta angustia, él creyó en el ser humano, y lo concebió como un proyecto semejante a una aspiración contenida o constituida por valores, en cuyo centro se encuentra la intención, el menos vano de los valores: el intentar siquiera, con autenticidad, el crearse uno a sí mismo o el dirigirse, con eso, a su felicidad.

Es evidente que, esta digna aspiración, sugiere seguir irremediablemente a un humanismo que ya no es abstracto, sino que es algo concreto y necesario, un humanismo que no es el que, de forma renacentista, se defendía por liberar a individuos mediante mitos o fijaciones para un "ideal del yo", claro, con referencias o encasillamientos que “provoca” en la historia.
Aquí, en cambio, es un humanismo del aprovechamiento de la libertad para construir o simplemente avanzar, es un humanismo que no quiere siquiera orientarse de su pasado, que aun niega definirse “por naturaleza”: una verdadera utopía (procura, así es, dar un sentido... a la misma existencia).

Algo de virtuoso es tal propósito, pero su error fundamental se decanta en que sólo es un propósito, uno que abusa quizás de proposición cuando, en realidad -porque es realidad lo que ya somos antes de nada, o de un propósito-, el ser humano debe seguir obligatoriamente a unas reglas o “referencias” (mejor: desarrollos o ciclos) no elegibles, sino condicionantes, condicionantes porque a él lo han hecho y porque, así, pueda existir.

Los principios condicionan para que, algo, consista precisamente en algo.
Es el mismo error que cometió Heidegger y en grado tal que, el ser humano, no es un "ser-ahí" tan sólo, advertido de golpe: además la realidad ya lo ha permitido "hasta ahí"; por lo que no es ese "ser-ahí" mágico u ofrecido en un "abracadabra", no el ser abandonado supuestamente por la realidad, sino es el ser que se acumuló y aún se acumula de realidad y de elementos reales.

Desde luego, lo que bien se puede hacer es “modular” ciertas de esas acumulaciones o rechazar las que son posibles en adelante rechazar -como los valores creados desde la sinrazón o desde la ignorancia o no consubstanciales al ser humano, en cuanto que no nació para establecer definitivamente un prejuicio-.
Se tendrá, con ello, que hacer lo posible y eso no es un absurdo o una inutilidad, no, sólo es conformidad real de adaptación: el aceptar la realidad útil para su todo que progresa, no para la conveniencia del antropocentrismo de turno -un prejuicio-.

Porque, cuando este antropocentrismo de forma exagerada pide para sí más, "quita" o ignora entonces a otra parte de la realidad sus posibilidades -de éstas tenerse en cuenta con el conocimiento y de ser, para el ser humano, más fiables condicionantes-; acaso desde una coherente o natural... humildad.

Sartre, en fin, deseaba una terapia para su condición existencial y, de entrada, significó sin duda el existencialismo una de las mejores terapias -basada en la impostura o en el “atrevimiento emocional”- de las inculcadas hasta el siglo XX; porque ya se sabe que, todo, se debe intentar -cuando es humanitario-, incluso lo imposible, tan sólo por usar otros recursos o reconocer o darse, al menos, cuenta de hasta dónde se puede llegar para comprender más lo que somos; y, en ese digno intento, se aprende y se rectifica: he ahí ya un auténtico humanismo.

Lectura recomendada de Sartre: "La náusea", 1938.

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martes, 2 de diciembre de 2008

EL DOGMATISMO

El ser humano una vez que vive en sociedad no puede ser libre "a sus mismas reglas", en cuanto a que está sujeto a leyes y éstas las protege un Estado o un poder organizativo que, socialmente, siempre existirá.
Por eso piénsese: esa supeditación permanecerá porque, a toda organización social, le es inherente un orden activo que, sin tregua, es ejercido de unos sobre otros y, por representar el poder, de esos primeros sobre ellos mismos –aunque con más libertad en desproporción o en injusticia, ya que ellos deciden las leyes que salvaguardan sus privilegios-.

Desde luego, el poder tal como es se engendra así como "dogma": en pro de beneficiar “siempre” a los que se encuentran vinculados a las instituciones y, al resto, en la medida en que se pueda. A unos “siempre sí” de una forma incontestable; en cambio, a aquél, a ése, en algo, en la medida que él se deje ver o pueda presionar o pueda escandalizar públicamente a esos que “siempre sí”.
El dogma es lo que se resiste a presentar cambio o progreso ante la razón; y, en cuanto se trata de algo que se refiere a la costumbre o a la fe, más se resiste, más se retuerce obsesivamente hacia un único fin.

Con esas premisas, la sociedad se vaticinará –mientras exista- en suma para ser sociedad con... leyes; sin embargo, han de modelarse y evolucionar de una manera tan proporcional como la sociedad en sí misma cambia. Si no, heredará o arrastrará sus injusticias; pero, ahora, frente a un portento más evolucionado de la razón, por lo que "ésta" -la supuesta por la sociedad- puede acostumbrarse a justificarlas, a vivir con ellas, a consentirlas, a dogmatizarse o ser seudo-razón.
Sí, ya sabemos que un científico en este tiempo descubre racionalmente algo –utilizando por fuerza la razón que otros le han facilitado-; no obstante, sólo es razón escindida si prescinde de una coherencia. La razón que adquiriría un adolescente con el aprendizaje de todas las nuevas técnicas de la manipulación genética entregado en su “torre de marfil” para unos beneficios “inculcados” o dogmatizados porque, del mismo modo que no se comportaban plenamente racionales los médicos que trabajaban para los nazis o para otras causas erróneas –aunque lograsen descubrimientos científicos-, en la actualidad intelectuales hay que se hallan alineados para sobreproteger, para sobrealimentar, para justificar ciertas conveniencias racionales o un adoctrinamiento.

Incluso durante la Restauración francesa (1814-1830), por intenciones de Royer-Collar y partidarios (Guizot, Rémusat, etc.), se adoctrinó el liberalismo contra el absolutismo, cuyos resultados convenían en verdad directamente sólo a una parte del pueblo o a la burguesía; pero, sin duda, demuestra eso que es una constancia, que el dogma es y será utilizado con todos sus variantes: para una religión en donde unos se enriquecen desmedidamente con él y para un movimiento social –como el marxismo- en donde se acaba al final disolviendo la posición crítica o la razón (*).

Hoy en día lo que ocurre es que la mayoría de los intelectuales –la mayoría que no quiere decir todos- se saturan de información y no la eligen, o no saben elegirla en tanto que el corporativismo o la omnipresente “grupalidad” ya les delibera o les especula todo lo que tiene que ver con “una” línea en concreto; así que, sugestionados por tal “linealidad” en su amplia extensión superflua, no atienden sólo a la razón –con una exigida independencia- venga de donde venga. Eso es, no asumen un código ético de… reconocer lo que es racional, advirtiéndolo y valorándolo en su justa medida.

No es extraño el darse cuenta de que, un intelectual o un científico, ahora suele decir antes “trabajo en ese proyecto”o “empresa” –lo cual le dará prestigio- que “trabajo para la ciencia” o “por una coherencia”.

Por ello, en todo caso, lo que se debe evitar -y bien- es cualquier dirigismo en contra de la razón, o un dirigismo de la censura.
El intelectual –porque sea coherente- tiene el imperativo moral de denunciar los abusos de poder que benefician o engrandecen a unos pocos, las medidas de autoridad inservibles u opresoras, la “unipersonalidad nacional” o un exceso de patriotismo que aúna los odios para el aislamiento social o para la guerra (en todos los aspectos: el integrismo).
En claro, el odio de una persona no llega a ninguna parte –no es tan relevante-, empero, un odio social sí escudándose o ayudándose de muchos para desestabilizar un país a favor de la crispación, de la violencia.

Aquí, en el mundo, las leyes ejercidas deben ser leyes prácticas, no leyes divinas o sublimadas por el capricho de cuatro iluminados para la alineación o para la manipulación irracional; luego, lo "supremo", será el derecho facilitado o permitido –distribuido-, la dignidad humana –para cualquier poder en el contexto ejecutivo- conforme a que, ya lo íntimo, no se impone, es algo "personal", como se sobreentiende en el arte o en el ideal político.
He ahí la base: el antidogmatismo, la concepción responsable de que existen seres humanos iguales en derechos con la necesidad, sobre todo, de recursos prácticos, no de dogmas.

En derredor nuestro, el dogma se nutre de la sinrazón, del “porque sí” irracional, de la justificación injustificable, del consentimiento útil a la censura y no al sentido crítico, de la hipocresía, de la inculcación del miedo o del amor ficticio –el de moda que responde a unos cánones que incentivan la marginación-, de la mentira.
Al dogma, a ultranza, le agrada el quietismo, la optimación manipuladora, el “todo va bien, el “Dios lo ha querido así”, la resignación.

En lo más íntimo –cuando se impone- provoca la ignorancia puesto que, por definición, significa restringir la razón, acotarla (mientras que el conocimiento –o la razón- descubre, el dogma se paraliza, fija y, así, encubre o tergiversa lo demás).
Aposta, el dogmático, después de demostrado un error –o una sinrazón- sigue con él y, encima, sigue con el truco de “tengo la conciencia tranquila” (ningún sinvergüenza poderoso renunció a recurrir a este truco), por lo que infunde mentiras, confunde; porque sin dogma, sin él, pierde imagen o pierde el prestigio adquirido con… seudosantismo.

Y es que la razón cuesta mucho el defenderla en detrimento de simpatías o de máscaras (¿cómo responder con conveniencias y no con lo que se debe decir guste o no guste?) pero, al instante que se usa, ya choca contra el quietismo de uno, contra el chovinismo de otro, contra el involucionismo religioso de un asceta o contra el ideal de “superhombre” o de "supernación"de tal o cual inoportuno sabiondo.
En eso, si uno demuestra algo con bastantes pruebas, para el corporativismo de turno aferrado al error no importa nada: servirse de lo más miserable dialécticamente –o con la censura- es su fuerte.
Claro, con la imagen y con el prestigio miserable celebran sus fiestas de sinrazón demasiados intelectuales y… ¡a callar! Quienes se esfuerzan sólo y únicamente con la demostración, ¡a callar!

Sin tapujos, la coherencia con censuras es nada, así de sencillo; por razón de que sólo le es válida la razón, no la confusión, no el amiguismo, no la sugestión, no la influencia mediática -que juegan interesadamente con las injusticias pues, no estando en igualdad "contra todas", hacen bandera en un interés de unas sólo discriminando las demás: las utilizan-, no la presión del “¿qué dirán?”, no el chantaje económico, no el seguir un proyecto doctrinario, no lavándoles caras y caras a maestros al margen de una plena disposición racional.

Porque, sí, hablan demasiados ya de ecología, pero se gastará hasta la última reserva de petróleo, hasta la última gota: se gastará; hablan y hablan, sí, demasiados, pero se venderá hasta el último coche que se fabrique, o se buscará hasta el último cliente que pueda encontrarse aún por fabricar un coche más: por fabricarlo.


(*) En China, la doctrina “Cheng-ming” rectificó los nombres o las palabras para unos objetivos político-religiosos. Para Confucio suponía la base de una reforma social: controlar lo que decían sus conciudadanos.

En la Europa del siglo XVII, el jansenismo, exagerando las doctrinas de San Agustín, limitó el libre albedrío a los predestinados por leyes divinas.
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lunes, 1 de diciembre de 2008

EL UNIONISMO


Desde la noche de los tiempos el unionismo ha estado ligado a la asunción de poder; primero de las tribus, luego de los pueblos -en el sentido regional- y, después, de las naciones que condujo al vasallaje del imperio, es decir, a una dependencia feudataria que permitía, además, ese arrimar hombros para proteger y endiosar a una nación.

Por eso, por cierto y por verdad, el unionismo es una herencia de la supeditación convenida, que ha escudado a las grandes naciones más allá de una consideración por lo estrictamente local; y, desde hace unos pocos siglos, ha sido una forma de reafirmar sus economías (el nacimiento de grupos comerciales, o la asociación de empresas: "trust"), de potenciar sus estructuras políticas, aun de levantar a unas frente a otras -por lo que se desahucian las más débiles, se excluyen-.

Si ahora vivimos tiempos más civilizados, por la consecución de derechos y por la división de poderes que propugnaba Montesquieu, tal asociación de países no es un error si buscara intereses más globalizadores de fraternidad o solidaridad; pero eso no se realiza porque, en el fondo, rigen las machacadoras y codiciosas reglas del mercado no perdonando, en cuestión, a nada: las riquezas se obtienen de injusticias, son el resultado de desvenjadas, de presiones de grandes intereses económicos establecidos ya como poder injustificable para la igualdad -de los recursos en pro de una mínima supervivencia- y de la acumulación no regulada o limitada dignamente.

Sí, de forma brillante se habla de seguridad como si, la seguridad, fuera “estar a la defensiva” siempre ante los marginados por las economías cada vez más enriquecidas, más asentadas con poder desproporcionado y más depravadas frente a las que... ni siquiera se tienen en cuenta.
Pero, ¿seguros de qué quieren estar, por firme?, ¿de quiénes y para qué quieren estar seguros estos asociacionismos de riquezas?, ¿acaso de no mirar o de no afrontar la miseria que provocan?, ¿qué consideran que es la responsabilidad?

En un mundo global, refortalecer a Europa sí, pero ¿frente a qué y para qué? Está claro que, según los fines -que suelen ser de refortalecer el “eterno” y provechoso “occidentalismo”-, se instigará más pobreza o desigualdad o no.

Por ello, si se habla de humanidad, es más que indispensable el desmarcarse con unas pautas éticas contra ese “histerismo” economicista del poder; e inculcar, también, un modelo que no, no menoscabe aún más a los excluidos porque, sus carencias -en todos los sentidos-, no son amenazas nunca ante la egoísta seguridad de los que están con mucha riqueza que no corresponde a una digna supervivencia humanitaria, sino son “un resultado” de que están así, porque sólo “sobreviven o sólo se desesperan” de una forma lógica en la miseria.

La emigración, el trabajo infrahumano o clandestino -caldo de cultivo de la explotación- o el crear conflictos sociales de “delincuencia”, a veces son caminos inevitables para los que sólo recurren a sus dignos derechos para sobrevivir o, sin poderlo eludir, con sus mínimas necesidades, no conocen cualquier otro camino.

Así que, lo que es la nueva sociedad, debe atender a eso, a un análisis más social, menos peyorativo frente “a los que recogen las migajas de sus excesos y vicios”, de su “seudobienestar; y, también, se debe pensar que, la mayoría de los países pobres, no son los que especulan o embaucan “a todo riesgo” con plusvalías y con usuras en sus mercados, sino los que no quieren estar al margen de lo que les corresponde mínimamente, y lo exigen -ya sea por manifestaciones pacíficas o violentas-.
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LA IRREVERSIBLE DIFERENCIA EN JACQUES DERRIDA


La “estructura” es para Jacques Derrida un organismo no completamente ontológico sino presente, funcional. Ésta va naciendo junto a la cultura, junto al lenguaje, junto al desarrollo social de los seres humanos y, desde fuera, no es posible determinar el momento preciso pues, tal complejidad, supone una creación en parte deslindada entre la relación ser humano-naturaleza. Digamos que, la “estructura”, obedece a un “centro” de utilidad epistemológica o referencial pero, al mismo tiempo, no evita ni puede evitar las infinitas transformaciones posibles de los conceptos que derivan al acontecimiento desde el cual “se mira”, o sea, “se mira” aun con una nostalgia de ideal o de mito tal “centro de la totalidad” de la “estructura”, que no es sino una equivalencia a la realidad fluyente.

Así pues, un acontecimiento y otro, se encuentran “encima” –de una forma irreversible- de todas las conformaciones –transformaciones- dadas, “encima” para seguir “un mismo juego de desprendimiento” aunque, a su vez, de “redoblamiento” referencial (“las transformaciones quedan cogidas en una historia del sentido cuyo origen siempre puede despertarse en forma de la presencia”).

Ante esta ausencia de un “origen” concreto, de una falta de fijación de lo que se desarrolla, Derrida se posiciona escéptico considerando prejuzgadamente que, los conceptos, debieran estar inmóviles para “alumbrar” ese origen, esa identidad que, para él –en un último término-, es inalcanzable.
Sí, el prejuicio deviene ora por la influencia de Nietzsche, ora por la influencia de Heidegger –mayormente-; en uno los conceptos de verdad se sustituyen por los de “juego interpretativo” (1), en otro se destruyen –por una egolatría existencialista-ontológicamente.

Al signo anarquizante le transfiere, él, la causa de esta desvirtuación del conocimiento; puesto que, el signo significante, se remite a su significado diferente y, así, no puede superar la oposición entre lo sensible y lo inteligible.
Éste se presenta como el gran problema, eso es, el no lograr borrar la diferencia entre significante y significado (y Derrida “inventa” el gran obstáculo del lenguaje: en el fondo, la diferencia entre naturaleza y cultura).

Por analogía discursiva “su” prejuicio nace ahí, en que la naturaleza-cultura ya no puede ser una “estructura”, no, sino que es lo que él “elucubra”, lo que a él -a mejor decir- le “conviene” filosóficamente: obsesivamente el hecho cultural.

Y dicho eso, ahora bien, el hecho cultural –que para esto sí conceptúa- ¿dónde está?, ¿en un mundo?, ¿en este mundo?, ¿en qué mundo?
Se puede afirmar sin duda que se refiere a este mundo, que está hecho “aquí”, en esto que llamamos mundo en general, lo que corresponde a “asentar” sin titubeos que es en esta realidad o… en esta naturaleza.
Sí, claro, es una ya evolucionada relación ser humano-naturaleza la cultura y, por tanto, el lenguaje “espontáneamente” lo corrobora; de ahí que, éste, sea “libre” derivando siempre de ese hecho-relación y, ¿cómo no?, adaptándose también a todos los “nuevos” acontecimientos.

Cierto es que, por este concreto camino, el lenguaje es una conformación inteligible –un orden por sí mismo- pero, siempre, “inferida” por una suma de conocimientos, quiero decir, “inferida” por cierta maduración de la experiencia del ser humano con y en su entorno.

Por eso el lenguaje no, no nace “al lado” –como compañero o amigo- de la realidad “inventándola”, jugando a “crear” realidad –como un dios- o interpretándola, no, sino –desde un principio e... inevitablemente- conforme a la realidad, viviéndola; por lo que, la realidad, más bien “interpreta” al lenguaje al ser, ella, quien de verdad “lo protagoniza” o “lo vive” o “lo deriva”, sobre la base evidente de que está la realidad “antes” del lenguaje y ella y sólo ella, digamos, “lo permite”.

En efecto, existe esa condición y sobreexiste, además, un progreso innegablemente en ella misma; en cuanto que el lenguaje no conoce, el lenguaje no vive, el lenguaje no experimenta nada (2) -el lenguaje no se va “de paseo”-.
De hecho, el lenguaje, podría sí él interpretar si se adaptara a un guión original o a una referencia “fija” o estable –porque se interpreta sobre lo que “ya” se encuentra determinado o hecho-, pero no es así. Lo que razonablemente existe es que, el lenguaje, evoluciona al par o con la realidad; luego es inmanente a ella considerando, asimismo, que en ella “está” el ser humano -no al margen-.

En este sentido, por aclaración, se interpreta lo que es esquivable -lo que sí o no con voluntad se puede interpretar-; y, tal hecho, no ocurre con la misma vida pese a quien pese puesto que, la vida, es una acción fehaciente del vivir la realidad, un estar ya en ella, un ser ella misma -más en claro-.

Derrida –con respecto a lo que sostuvo o aprobó Lévi-Strauss- habla de la vida, en incoherencia, como si fuese una exclusión del hecho esencial, como si fuese un dilema naturaleza-cultura que sólo eso consigue, en efecto, disociar los elementos que la esencializan, infravalorando el mismo soporte gnoseológico: el que “reconoce” que la vida es… conocimiento “se tire por donde se tire” y, en correspondencia, cultura, “pura” cultura o “modelo de una organización natural” –que ya ha de partir y sobrellevar lo natural-.

Bien, con esto delimitado, los conceptos no emulan sino lo que se vive; los conceptos “viven” y, por ser “más vida”, justifican a corto o largo plazo un cambio o una adaptación ineludible, pues tienen por obligado que conformar o actualizar más conocimientos o mejores conocimientos debido a, o por razón de, que no son unos “logotipos” sobre algo que se encuentra plenamente dado -no son guiones en los cuales lo vivido ya está hecho, señalado o preestablecido por... un desenlace-.

Un concepto, eso, un “resultante”, es una expresión vital –no inerte- que cuenta con que es vital de un modo extendido, y no se proyecta él mismo como un ente interreal, únicamente lo proyecta la realidad –desde un principio-. Por lo tanto, “beber” y “bebida”, y lo que suponen, entrambos, son “elementos” o “componentes” de una acción vital; ya se digan de una forma o ya se digan de otra, pero existen “evolutivamente” con una adquisición de un nivel de conciencia.

También, habló Derrida del método con “escepticismo”; luego conceptuaba sin darse cuenta “una acción vital”, de la cual se engendraba su pensamiento o filosofía. Así es, reconocía -ni más ni menos- ese concepto como insoslayable, como existencial; no obstante, ya lo extrapoló a otra concepción vital, a la del “ser es diferencia”, “advertencia” que conllevaba o implicaba una conciencia –en suma- de la realidad.

Quizás el principal error de Derrida haya consistido en eso, en esa manida u obsesiva búsqueda hacia atrás, en su afán por estructurar “de igual manera” –haciendo tabla rasa- lo que antes se determinaba como más primario para el ser humano y lo que “ahora” es “en complejidad” o es “en su natural complejidad”.

Sí, cierto es que, todo signo, ha tendido hacia una sobreabundancia de significados; lo que ocurre es que, esa tendencia, es un hecho natural con la misma naturalidad que los seres vivos, sin remedio, han tendido hacia la hibridación (las primeras células comportaban un significado que nunca “ahora” podrán comportar, porque la realidad “de vida” es más compleja).
Ese prejuicio, el de Derrida, radica en... acopiar conceptos para estructurarlos –o pretender estructurarlos- en una realidad que ha progresado -y progresa-, que “ahora” es distinta en gran parte.
Claro, esto no excluye al concepto mismo ni lo niega, sino al forzado acomodo racional que se pretende.

Y este error, reiterado así, lo muestra también contundentemente Lévi-Strauss: “Cualesquiera que hayan sido el momento y las circunstancias de su aparición en la escala de la vida animal, el lenguaje sólo ha podido nacer todo de una vez”.
Ante esto, es deducible cierta visión “mesiánica” o “de abracadabra” -algo imposible en la realidad- que “revirtió” en el hilvanado pensamiento estructuralista hasta nuestros días.


(1) Para interpretar, primero ha de existir un guión original o un hecho ya delimitado para interpretar y, puesto que ese guión no existe de forma estable en la vida –en cuanto a su “multitud de estados o circunstancias y condiciones” de libertad que las varían-, el ser vivo “vive” la realidad.

(2) Siempre se interpreta lo que ya está al lado, lo que nos exige una guía a voluntad, una interpretación; en cambio, la vida –y el conocimiento intrínseco en ella- “vive”, no es una exigencia ni mucho menos, ni siquiera algo esquivable como lo es toda interpretación.
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